Mauro Insaurralde continúa novelando el comienzo de la saga, en castellano. Os dejo con este primer capítulo que profundiza en algunos personajes bastante más que el manga.
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Prohibida la reproducción parcial o total sin
autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko
Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
1
Inglaterra, 1880
Desde
el interior de una ruinosa cabaña, recostado sobre un desvencijado
camastro, un anciano se convulsionaba en un acceso de tos que amenazaba
con hacerle vomitar sus propios pulmones. Su calva cabeza rebotaba
contra la almohada como un triste péndulo en posición vertical. Por
sobre la arrugada piel de la frente se derramaban sin el menor disimulo
unos espesos y brillantes hilillos de transpiración que descendían por
unos pómulos redondeados hasta mojar una barba blanca y mal recortada.
Por momentos el anciano intentaba ponerse en pie con un patetismo que
recordaba a esas moscas atrapadas en frascos que se empecinan en seguir
volando sin cesar en busca de una salida imposible hasta morir
estrelladas contra un horizonte de cristal, en pleno vuelo.
-¡Dio!-
gritó el anciano con una voz ronca, mientras podía hacerlo, antes de
que un nuevo acceso de tos le arrebatara la garganta. Abría la boca
enormemente, revelando su poco poblada dentadura amarillenta.-. ¿Puedes
oírme?
Otro ataque de tos, esta vez más violento aún que los
anteriores. El anciano se dobló sobre su propio pecho, arrugando con el
puño contraído la parte de su camisa que reposaba a la altura del
corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas, éstas se confundieron con
el sudor en una sola mezcla de temor y resignación.
-Dio…- alcanzó
a susurrar mientras estiraba una mano enfermiza, temblorosa y llena de
pústulas hacia algún lugar de la habitación-. ¡Ven aquí!-. Más de esa
tos espantosa-. ¿Me oyes, Dio…?
En la trayectoria de esa mano
moribunda, frente a la ventana frontal de la cenicienta vivienda, se
hallaba un sillón antiguo, dándole la espalda a las súplicas del
anciano. Sobre el asiento reposaba un adolescente de trece años de
extrema belleza, vestido con una camisa blanca, unos pantalones color
caqui con tiradores negros y unos zapatos de cuero de un marrón oscuro.
En su mano derecha sostenía un grueso volumen de la novela
Gorgeous Irene
a la cual sus verdes ojos como esmeraldas llameantes le prestaban toda
su atención, sin siquiera reparar en el anciano moribundo a sus
espaldas. La luz de la luna que se filtraba por la ventana le confería
un brillo especial a sus dorados cabellos y a la palidez delicada de su
piel.
-Dio- volvió a llamar el anciano en un hilillo de voz que no tardó en truncarse por intervención de la tos.
El
muchacho cerró violentamente el libro; un suspiro largo y cansino dejó
al descubierto que cualquier intento de ignorar a ese vejestorio molesto
se había vuelto inútil. Cerró los ojos, pensó en algo lejano, los
volvió a abrir y, aún con el libro en la mano, se dirigió hacia la cama
donde el viejo temblaba de dolor.
-¿Necesitas medicina, viejo?-.
La voz salió acompañada de un dejo profundo de hastío; en el pasado
había sabido disimular el desprecio que esa cosa antigua y decrépita que
alguna vez supo ser un hombre le provocaba, pero la falsa misericordia y
la piedad barata se habían ido esfumando casi juntamente con la salud
del anciano.
-No… medicina no…-. Los ojos del anciano giraron
sobre sus cuencas con visibles señales de terror; había algo en la
palabra “medicina”, una suerte de significado oculto demasiado espantoso
hasta como para pensarlo, que lo ponía visiblemente incómodo-. Dio…
tengo que…-. Tos, espantosa, dolorosa, inclemente-. Tengo que decirte
algo. No me queda mucho tiempo…-. Detrás de la tragedia que encerraba
este enunciado, el anciano dejó traslucir un débil destello de alivio,
para bien o para mal, todo acabaría en cuestión de tiempo. Y ese tiempo
en cuestión parecía ser más breve de lo pensado-. Me estoy muriendo.
Nada.
No hubo ni el menor cambio en el rostro del muchacho. Sí, sabía que esa
masa de carne débil y convulsa sobre la cama se estaba muriendo. Sí,
sabía que el moribundo no era otro que su padre. Pero por sobre esas dos
cosas, sabía algo más: odiaba a ese vejestorio casi tanto como a su
pobreza. Anciano estúpido… ¿Qué le importaba a él su patético final?
.Me
preocupa tu futuro tras mi muerte- dijo el padre, sacando una mano
enferma que había permanecido oculta bajo las sábanas; en ella sostenía
un arrugado sobre de aspecto malogrado. Un ligero atisbo de curiosidad
azotó el rostro del joven, pero en menos de un segundo volvió a asumir
esa expresión de apatía absoluta-. Dio, cuando muera, ve a la dirección
que figura en este sobre-. Tos, horrenda tos-. Búscalo, Dio, busca al
hombre de…-. Una tos que parecía desgarrarle la garganta con cuchillos
de barbero; por momentos era como si el tiempo se detuviera y esos
cuchillos quedaran suspendidos en el éter, para que luego la corriente
temporal volviera a fluir normalmente y esos cuchillos se incrustaran de
manera perversa sobre el anciano (y todo esto, creía, no duraba más de
cinco segundos y luego se repetía)-. Búscalo, él… está en deuda conmigo.
Él se encargará de ti por el resto de tu vida…
Nada. Aunque era tentador indagar en los delirios del viejo, Dio prefirió seguir así, sin demostrar absolutamente nada.
-¡Me debe mucho!- exclamó el anciano, casi furioso-. Fue en un día muy lluvioso de 1868, hace doce años…
Y entre la carraspera y el dolor, el anciano evocó los recuerdos de ese pasado…
El
estrepitoso sonido de algo cayendo por la pendiente hace saltar a Dario
Brando hasta el punto de casi perder el sombrero. Ha estado bebiendo y
apesta a alcohol, pero aún así sus oídos están lo suficientemente alerta
como para percibir el estruendo por sobre el rumor elemental de la
lluvia. A su lado, la joven y hermosa mujer que fuera vendida por sus
padres para convertirse en la esposa de este despreciable hombre casi
desdentado intenta hacer callar al bebé que han engendrado, el bebé que
ella ha llamado Dio, que llora desconsoladamente en brazos de su
desdichada madre.
-¡Hazlo callar!- grita Dario Brando. Como el
niño no muestra intención de refrenar sus lágrimas, el hombre se levanta
de su asiento con paso errático, tambaleándose un poco y le da un
sonoro bofetón a la joven mujer. Ésta no llora, ha dejado de hacerlo
hace mucho tiempo, más o menos en el preciso instante en que aceptó que
ya no había adónde escapar; estaba atada de por vida a ese monstruo,
centavo por centavo era suya, entonces, ¿para qué derramar lágrimas si
carecían de valor alguno? No, no llorará. Se quedará allí, mirándolo con
ojos vacíos, sintiendo cómo la piel de su mejilla se va hinchando al
tiempo que va tomando temperatura-. ¡Haz callar a ese mocoso!
Dario
Brando amenaza con golpear al niño; éste deja de llorar súbitamente y
abre los ojos, dos pequeñas esmeraldas se clavan con frialdad sobre el
rostro de su progenitor. Tal vez sea producto del alcohol en su
organismo, o algo más primitivo y siniestro… Dario Brando ve en esa
mirada el desprecio infinito de un monstruo dispuesto a matarlo sin el
menor rastro de piedad. Retrocede unos pasos, menea la cabeza e intenta
convencerse de que todo está en su mente. Farfulla algo, les da la
espalda a esos extraños que conforman su familia.
-Voy a investigar qué fue ese ruido- dice, con una fingida voz de autoridad-. Deja a ese llorón ahí y vente conmigo.
Ella
besa la frente delicada del niño, éste le regala una inocente sonrisa,
quizá una de las pocas sonrisas auténticas que Dio Brando tendrá en toda
su vida. Cuando la madre se aleja, el niño vuelve a romper en llanto. A
ella se le parte el corazón, pero no se vuelve siquiera a mirarlo. Debe
acompañar a su dueño, su vida está atada a ese ser despreciable al que
llama “esposo”.
Cuando la muchacha logra divisar a su marido, éste
se encuentra mirando hacia el fondo del precipicio con una atolondrada
expresión similar a la de un niño retrasado que juega con un ave
moribunda. La joven se reúne con él y acompaña con la mirada hacia el
lugar que ocupa su atención. Una inmensa “O” se dibuja en el rostro de
la mujer, lo que ve le devuelve algo a su semblante hasta ese entonces
carente de emociones: la capacidad de asombro.
Tumbado al fondo de
la pendiente se puede ver un majestuoso carruaje; el camino ha cedido
por la lluvia y el vehículo descansa de manera antinatural con su lado
izquierdo al aire, recibiendo sin posibilidad de escape el relamido
perverso de la fría lluvia.
-¡Mira, mujer, mira!- grita entre carcajadas el borracho; le brillan los ojos de una manera siniestra-. ¡Un accidente!
Lo
que sigue a continuación hace crecer la “O” en el rostro de la muchacha
hasta casi desencajarle la mandíbula. Está mirando a su esposo (quizá
por primera vez en mucho tiempo, pues desde que ha aprendido a
ignorarlo, ni siquiera le ha dedicado una mirada en los escasos momentos
de intimidad amatoria- ese remedo patético de coito con olor a alcohol y
lapsos de frustración sexual que acababan siempre en insultos y
golpes-); éste está bajando por la pendiente con una agilidad nunca
antes vista en un borracho.
-¡Hey, es peligroso! ¡No te metas en
esto!-. Cuando las palabras brotan de su boca, se sorprende. No puede
creer que esté demostrando interés por ese hombre al que no ama. Pero,
¿es este interés alimentado por algún resabio de afecto o responde a
algo más? Y sí, seguramente exista algún motivo mucho más profundo.
Quizá sea el miedo a quedarse sola con un niño en un mundo incierto;
después de todo, ese hombre, aunque repugnante, constituye su única
fuente de ingresos (en su mente se lamenta haber nacido pobre, de no
haber tenido la oportunidad de estudiar, de estar atrapada en un espiral
de miserias); no ha conocido a otro hombre además del suyo, quién sabe
si los demás no resultaran ser peores. Piensa en el niño que ha de estar
llorando en su cuna andrajosa; una punzada oprime su corazón, vuelve a
centrar la mirada en ese hombre del cual depende todo su futuro.
-¡Idiota!-
exclama Dario Brando, igual de sorprendido ante el súbito interés
demostrado por su esposa hacia su persona- ¡Es el carruaje de una
familia rica! ¡Algo habrá para nuestro provecho en esas ruinas!
“Nuestro
provecho” retumba en la cabeza de la mujer, recalcándole que tanto ella
como su pequeño hijo dependen de ese hombre que ahora la ignora desde
el fondo de la pendiente; esa especie de rata humana que escarba entre
los restos de un naufragio en pleno barro, bajo las lágrimas de quién
sabe qué dios ancestral y depresivo.
-¡Por los mil infiernos!-.
Los ojos de Dario Brando intentan abrirse lo más posible como para
abarcar en su totalidad aquello tan sorprendente que están viendo. Entre
los rayos resquebrajados y filosos de una de las inmensas ruedas que se
han desprendido del carruaje se encuentra ensartado el cuerpo de un
hombre joven vestido a la usanza de los empleados de las familias ricas.
Se trata, sin duda, del cochero. La escena es en extremo grotesca y
perturbadora: uno de los rayos se ha abierto paso desde la espalda hacia
el abdomen, otro ha hecho lo mismo pero a la altura del corazón; el
último (y el que resalta muchísimo la imagen macabra) le ha traspasado
el cuello para emerger lleno de sangre por una boca a la cual el impacto
le ha volado gran parte de la dentadura. Unos ojos fríos, impávidos,
contemplan la lluvia ya teñidos de muerte-. ¡Este tipo ha muerto!- dice
el hombre con una capacidad de señalar lo obvio que roza muy de cerca
con la estupidez. Se ha girado con expresión alelada en el rostro y ha
visto a su mujer (quién sabe cuándo ha bajado por la pendiente)
corriendo hacia el vehículo tumbado.
-¡Hey!- exclama la joven con
el rostro ya firme hacia el interior del carruaje-. ¡Hay una mujer
muerta aquí!-. La preocupación acude a darle tono a esa noticia; esta
preocupación ya no es de carácter netamente egoísta (por lo tanto no
versa sobre su destino incierto), ésta es mucho más altruista y se va
abrazando al llanto de un bebé que brota por debajo del cadáver de la
dama del carruaje. Este llanto se funde en su mente con el de su propio
niño que espera en la soledad de su hogar; cada hebra de maternidad se
apodera de su ser-. ¡Escucho el llanto de un niño! ¡Hay un niño atrapado
allí todavía!-. Desesperación. Se vuelve hacia su marido con la vana
esperanza de hallar empatía en su mirada, rogando a ese dios depresivo
que la ayude a salvar a esa pequeña vida. Sin asombro, sólo encuentra la
expresión colérica de un borracho.
-¡¿Niño?!-. Hay furia en esa
voz. Dario Brando se ha acuclillado muy cerca de un corpulento hombre
que yace a pocos centímetros del vehículo; por su ropa, su perfecto
bigote y la posición en la que se encuentra con respecto al carruaje
volcado (porque será un borracho idiota, pero no es ni de cerca un
borracho idiota que carezca de habilidades como para deducir una
trayectoria) no cabe duda de que se trata del dueño del malogrado
vehículo-. ¡Olvida al niño! ¡¿Qué pretendes hacer una vez que lo saques
de ahí?! ¡Su familia ha muerto! ¡¿Acaso piensas quedarte con él?! ¡Te
recuerdo que apenas puedes hacerte cargo de ese llorón que tenemos en
casa!-. Como un buitre, Dario Brando se ha dejado caer sobre el hombre
del bigote; sus manos lo recorren con avarienta precisión, finalmente
sus manos tropiezan con las del hombre, un resplandeciente anillo de oro
refulge entre las gotas de lluvia, tiñendo de luz los ávidos ojos de la
rata humana-. ¡Bendito sea el diablo que ha intercedido a nuestro
favor, metiendo su cola en un día como este!- exclama entre risotadas,
sacando ya el anillo de ese dedo inerte. Pronto esos dedos como arañas
se apoderan de la billetera del caído.
-¿Qu… qué haces?-. La voz de la muchacha es apenas un susurro trémulo.
-¡Estúpida!-.
Un puño se eleva en señal de amenaza; la joven se encoge y se cubre el
rostro con las manos-. ¡¿Tengo que explicártelo todo?! ¡La desgracia de
un rico es la bendición de un pobre!-. La carcajada casi inhumana que
escapa de los labios de Dario Brando retumba sobre el hueco sonido de
las gotas sobre el barro.
-Sí- asiente ella con cierta vergüenza,
reconociendo que están cayendo más bajo de lo que su precaria moral se
lo permite. Pero entonces sus pensamientos vuelven a recaer sobre su
niño, sobre la necesidad de librarlo de ese destino de pobreza que
parece abrazar toda su existencia. Dicen que de tanto caminar por la
oscuridad los ojos terminan acostumbrándose a la penumbra; tal vez el
alma humana responda a este mismo principio-. ¡Cierto!-. Su hijo no
habrá de pasar miserias-. ¡Eres muy inteligente!-. Si es necesario, es
capaz de venderle el alma al mismísimo Lucifer con tal de que su retoño
no padezca la humillación que a ella le ha tocado vivir (y después de
todo, ¿cuánto puede valer el alma de un pobre?).
-¡Este es nuestro
día de suerte!- señala Dario Brando con expresión demencial, tomando
entre sus manos una lujosa maleta de aspecto costoso-. ¡Voy a tomarlo
todo!
Las enormes manos del carroñero activan los mecanismos que
mantienen cerrada la maleta; estos ceden y revelan el contenido. Los
ojos del borracho pierden el brillo propio de la expectativa; el ceño se
le frunce en una pronunciada decepción.
-¡¿Qué es esto?!- se
pregunta, mirando el extraño contenido de la maleta: una horrenda
máscara de piedra-. ¡Qué repugnante, nunca he visto una máscara más
horripilante que esta!-. Nuevamente hay furia en esa voz-. ¡No la
quiero!-. Vuelve a cerrar la maleta y la arroja a unos pocos centímetros
con ofuscación; por alguna razón, los vacíos ojos de la máscara le han
recordado a ese fuego verdecino con el que lo ha quemado su hijo.
En
un brusco movimiento, Dario Brando se abalanza sobre el hombre caído y
deposita sus asquerosos dedos sobre los labios protegidos por el
elegante bigote.
-¡Hey!- grita, volviéndose hacia su mujer con los
ojos inyectados en sangre-. ¡Ayúdame a abrirle la boca! ¡El dentista
nos pagará unas buenas monedas por cada pieza!
-Tú…-. La mujer no
le presta atención; con nerviosismo su mirada ha captado algo en ese
hombre caído. Quizá su mente aún no ha procesado lo que sus ojos han
visto (o creen haber visto; a veces las percepciones humanas son de
carácter dudoso) en relación a su hallazgo.
-¡¿Qué te pasa,
estúpida?!-. El rostro de Dario Brando asume la expresión de un perro
rabioso-. ¡Bien sabes que el dentista le dará un buen uso a estos
dientes, más porque son dientes de noble!
Lo que sigue es aquello
que la mujer había intuido como posible y por alguna razón (deliberada o
no, ella misma no lo sabe) había decidido no comentar con su marido. La
mano del hombre caído se eleva temblorosa; en un movimiento tan veloz
que contradice el temblequeo de esa enorme manaza, la muñeca de Dario
Brando queda apresada entre la presión casi desgarradora de unos dedos
que él había creído muertos. El rostro del ladrón asume un rictus de
horror absoluto. Un alarido casi femenino escapa de esa boca de dientes
escasos; logra desasirse de la terrible tenaza, da unos atolondrados
pasos en reversa, se tropieza y cae sobre su trasero, allí se queda,
sentado, arrebatado en una mezcla de temor y estupidez. Detrás de sí
siente un leve roce; su mujer se ha parapetado allí, en busca de
refugio; cree oírla sollozar. No sabe bien qué pensar (la situación
ciertamente se le ha ido de las manos), por un lado saber que su esposa
se refugia en él ante el temor le infunde cierto sentimiento de
superioridad (la idea de ser su dueño se subraya en rojo en su mente),
por otro, un desprecio absoluto lo domina; ¿qué pretende esa estúpida,
acaso una buena esposa no se pondría adelante para defender a su marido?
Una vez más piensa en ese niño de ojos diabólicos que ha engendrado;
todo se mezcla de manera arbitraria.
-Tú… tú…- repite el hombre del bigote.
-¡Sigue vivo!-. Una vez más, Dario Brando hace una demostración de su perspicacia.
Los
ojos del hombre del bigote se clavan en el rostro contraído de Dario
Brando; éste cree ver en ellos severidad, pero pronto nota algo, un
cambio progresivo e inevitable. Ahora los ojos que lo miran son cálidos y
están llenos de algo que el borracho desconoce (o no ha experimentado
jamás en su mísera vida), gratitud.
-¿Tú me has… auxiliado?- pregunta el hombre del bigote; hay una exteriorización del dolor físico en el tono de su voz-. Gracias…
Los
ojos del borracho giran sobre sus cuencas; por dentro ha comenzado a
reírse. No todo está perdido, es más, ahora la ganancia está asegurada.
El diablo, piensa, debe quererlo mucho.
-¿Mi esposa?-. Es la voz del caído, tiembla más que antes-. ¿Mi esposa y mi hijo están bien?
-¡Oh,
mi buen señor!- finge lamentarse Dario Brando, con toda la zalamería de
que un borracho puede disponer. En su mente urde el plan de hacerle
creer a ese ricachón de que le debe mucho más que la vida-. ¡Lamento
mucho informarle que tanto su esposa como su cochero han muerto,
víctimas de este terrible accidente! ¡Pero su hijo aún vive!- señala con
falsa algarabía- ¡Yo mismo lo he salvado! ¡¿Verdad que sí?!-. Se dirige
a su mujer, esta no emite respuesta alguna; con expresión severa le
hace unos gestos como para que se ponga en movimiento-. ¡El niño! ¡El
niño, deprisa! ¡Traele a este hombre su niño!
La mujer obedece y
hace lo que en un principio su conciencia le había dictado. Apartando el
cadáver de la señora noble, logra liberar sin mayores esfuerzos al
pequeño niño. Éste está vestido con las más finas telas y,
milagrosamente, no presenta daño alguno. Ha dejado de llorar en cuanto
se ha visto libre del peso inerte de su madre y ante el contacto de la
lluvia con su pequeño rostro, arruga la nariz y arquea la boca de manera
quejumbrosa. La muchacha lo sostiene un momento contra su pecho, luego
lo aparta (sin saber por qué el contacto con el infante le ha provocado
rechazo; en su cabeza se ha desplegado la imagen de su propio hijo, que
nunca conocería telas tan finas sobre su cuerpo de pobre); el cuello de
la vestimenta del niño se ladea un poco, dejando al descubierto una
marca en forma de estrella de cinco puntas en la parte izquierda entre
su nuca y el hombro. Esta marca no sorprende a la muchacha en lo más
mínimo; es la primera vez que ve la piel desnuda de un noble; en lo que a
ella respecta, es muy probable que todos ellos nazcan con esa marca
como símbolo de su prosperidad y buena fortuna. La voz de su marido
reclamando por el niño le retumba en los oídos; lleva al pequeño ante su
padre.
-¿Lo ve, lo ve?- increpa Dario Brando, señalando al niño con su asqueroso dedo índice-. Lo he salvado. ¡Sí, señor!
El
hombre del bigote rompe en llanto al ver a su pequeño. Por fin cae en
la cuenta de la tragedia que ha significado ese estúpido viaje en
carruaje. Por dentro se culpa por lo ocurrido, después de todo, fue él
quien había insistido en salir a pesar de las advertencias de su cochero
acerca del clima y la peligrosidad de los caminos en días como ese. Esa
culpa lo acompañará hasta el día en que su vida habrá de acabar presa
de otra tragedia.
-Desearía tomar el lugar de mi esposa- dice en
un acceso de debilidad, luego vuelve a ver al niño; es preciso sacar
fuerzas de donde no se tiene-. Pero debo seguir viviendo. Por mi hijo,
que gracias a Dios se ha salvado-. Ayudado por Dario Brando, se pone de
pie, le duele terriblemente el cuerpo, pero siente la necesidad de
tomar al niño en brazos, de lo arrebata a la mujer con inconciente
brusquedad-. Gracias a usted, mi pequeño Jonathan vive.
-¡Ah, no
es nada mi buen señor! Sonríe el borracho-. Es lo que cualquier hombre
honrado hubiese hecho en mi lugar, señor, claro que sí.
La palabra
“honrado” queda flotando en el aire, quizá como una visible
contradicción ante el gesto ejecutado por el ladro, que juega con sus
manos, frotándolas, de la misma manera en la que lo hacen todos los de
su calaña cuando se disponen a timar a alguien.
-Me gustaría
recompensarlo- dice prontamente el hombre rico (los ojos del otro se
iluminan con satisfacción), sosteniendo al niño contra su pecho con una
sola mano; la que le ha quedado libre ha sido escrutada con la vista,
ahora recorre los bolsillos vacíos de un pantalón exquisito, manchado de
grueso barro acuoso-, pero parece que me han robado mi anillo y mi
billetera.
Dario Brando finge sorpresa y le comenta al hombre lo
podrida que está la sociedad en esos días; gracias a los cielos, dice,
él no se ha contagiado jamás de esos vicios que hacen a la falta de
moral. Sin duda alguna, no es consciente del terrible vaho alcohólico
que acompaña a cada una de sus palabras.
-Mi nombre es George, y
mi linaje familiar es Joestar- informa el hombre con un dejo de
tristeza-. Dígame, por favor, su nombre. He de recompensar su bondad de
algún modo.
-Mi nombre es Dario, y mi linaje familiar es… eh…
bueno… Brando, sí, Brando, mi buen señor-. Otra falsa sonrisa, esta vez
acompañada de una patética reverencia; otro pensamiento referido a la
estupidez e ingenuidad de ese tal Joestar.
La mujer contempla
todo. En su fuero interno, sabe que algo siniestro ha unido el destino
de su hijo con el de ese chico de la marca en forma de estrella…
-El
señor Joestar me dio una considerable suma de dinero- agregó Dario
Brando tras relatarle a su hijo su propia versión de los hechos, mucho
más heroica y noble que la realidad en sí-. Con eso abrí un pequeño
hotel, pero el negocio fracasó-. Volvió a toser, un hilillo de baba
brilló sobre su barba-. Claro, ¿qué iba a saber de hoteles un pobre
bruto como yo? Y además mi esposa, tu madre, falleció al poco tiempo,
víctima de una tuberculosis-. El hombre intentó fingir pena por esa
muerte, pero a Dio esto no pudo engañarlo. No dijo nada, pero en ese
momento le costó más de la cuenta mantener su odio disimulado-. Y ahora
aquí estoy, postrado en mi lecho de muerte. ¡Maldita y piojosa vida de
pobre que me ha tocado vivir!
Dio pensó que no le costaría nada
tomar una almohada, colocarla sobre el rostro de su padre y presionarla
hasta acabar con su patética existencia. Pero no valía la pena
ensuciarse las manos (aún más) con la sangre de ese animal. Si sus
cálculos eran correctos, el viejo partiría hacia el reino de las sombras
en cuestión de días.
-¡Dio!-. La voz del anciano cobró una súbita
fuerza; cierto dejo de algo similar a la ternura, sin llegar a serlo,
tiñó las siguientes palabras. El joven vio que unas inconsistentes
lágrimas asomaban por los ojos de su repugnante progenitor-. ¡Si me
muero, ve a la residencia Joestar! ¡Tú tienes algo que yo no tengo, una
inteligencia capaz de sostener una gran ambición y de materializarla en
una gran fortuna!
Dio no respondió nada; sólo esa mirada fría y
distante que ahora, ya cercano a su muerte, su padre empezaba a
relacionar con aquella que le había dedicado la distante y lluviosa
noche en la que los Brando y los Joestar habían cruzado sus caminos para
siempre.
El anciano partió dos noches después entre convulsiones y
escupitajos sanguinolentos. A Dio no le sorprendió en lo más mínimo
descubrir que su progenitor había invertido sus últimos ahorros en una
lápida más o menos ostentosa. Claro, el viejo había vivido siempre para
sí mismo (quizá estaba siendo un poco injusto, parecía estar ignorando
la ropa más o menos elegante que solía regalarle o los libros que, aún
detestándolos, le conseguía en los mercados de segunda mano; pero el
recuerdo de su madre siendo enterrada en una fosa común se elevó por
sobre todo lo demás); ¿qué podía pedirle ahora que la muerte lo había
reclamado ya? No asistió al entierro y cuando los policías y abogados lo
acosaron con el papelerío pertinente (los primeros no lograron dar con
ningún pariente biológico del chico y tuvieron que aceptar aquello que
éste les había mostrado en ese sobre como la última voluntad de un
“cariñoso y buen padre”; los segundos le presentaron lo que llamaron
“heredades”: una bufanda roja, una gabardina, una maleta y un poco de
dinero que apenas si alcanzaba para pagar el viaje en tren hacia la
residencia Joestar), no mostró emoción alguna; sólo se limitó a
responder lo que los demás querían oír. Tres días después del hecho,
finalmente visitó el cementerio, se detuvo frente a la lápida que rezaba
“Dario Brando. Nacido 1827. Muerto 1880.”; en su rostro resplandecía la
misma fría expresión indiferente.
Un helado viento cargado de
nostalgias ajenas se desplazaba por el camposanto. Dio, enfundado en la
gabardina y con la bufanda roja alrededor del cuello, pensaba en su
próximo movimiento. A su lado, la pequeña maleta de cuero marrón
esperaba con incertidumbre. Los rubios cabellos del muchacho eran
mecidos por ese viento espectral.
“¡Mi madre sufrió el infierno en
carne propia por tu culpa!- pensó, mirando esa piedra carente de
significado-. ¡Fuiste el peor padre del mundo! ¿Quieres que sea rico?
¡Ja! ¡Yo te enseñaré, maldito viejo! Tu “patrimonio” lo acepto.
¡Explotaré cada oportunidad que se me presente para convertirme en el
hombre más poderoso del mundo! ¡Aplastaré a quien sea que se cruce en mi
camino! Espero que antes de que tu alma se consuma en el averno puedas
ver que la única cosa buena que has hecho en tu asquerosa vida ha sido
engendrarme. Seré poderoso, viejo. El más poderoso de todos.”
-¡Maldito!- gritó desde el fondo de su corazón antes de lanzar un espeso escupitajo hacia la lápida de su padre.
Tomó
la maleta con la mano derecha y abandonó el cementerio. Sus pies lo
llevarían hacia ese lugar donde su ambición estaba destinada a florecer
sin control alguno.
(Continuará)