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martes, 2 de octubre de 2012

Phantom Blood novelada. Capítulo 3

Hace ya unos días que Mauro publicó una nueva entrega de su novelización de Phantom Blood. Lamento el retraso, pero las noticias tenían preferencia.
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En este capítulo asistimos al encuentro que marcará el destino de los Joestar durante generaciones: Jonathan conoce a Dio.

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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los  autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

3

El sonido de cascos golpeando sobre la tierra llamó la atención del malherido Jonathan. Al girar la cabeza pudo ver cómo un carruaje desconocido se aproximaba hacia su hogar. Por un momento logró olvidarse del dolor que le había provocado ser humillado frente a Erina y sólo se limitó a observar con curiosidad de niño la imponente vitalidad de los caballos que frenaban su marcha bruscamente, relinchando estrepitosamente. Esa impresionante muestra de energía animal bastó para hacerlo sentir menos miserable. Se imaginó montado en un brioso corcel, ganando el Grand Prix de las Américas, con una bandana en su cabeza… Llamaría a su corcel Slow Dancer y… Y una maleta golpeó el suelo violentamente, arrancándolo de sus fantasías. Lo siguiente que vio fue a un muchacho rubio que, abandonando el carruaje con exagerada destreza, se dejaba caer junto al equipaje. Jonathan entonces fue testigo de un par de ojos verdes que lo estudiaban con algo que sólo podía ser interpretado como el más visceral de los odios.
Un silencio sumamente incómodo abrazó a los muchachos.
-¿Quién eres?- preguntó al cabo de un rato Jonathan, haciendo un esfuerzo mental sobrehumano como para vencer la parálisis que esos ojos verdes parecían provocarle.
El silencio se prolongó aún más, a tal punto que el joven Joestar llegó a convencerse de que en realidad ninguna palabra había escapado de su boca, que sólo había pensado en hablarle a ese otro, pero que esa suerte de odio invisible se lo había impedido. Intentando no perder la calma, repasó los recovecos de su mente en busca de una respuesta a este enigma. Como si de pronto un engranaje se pusiera en movimiento, recordó algo que le había dicho su padre esa misma mañana. Alguien vendría a vivir con ellos… alguien importante para su padre… un tal…
-Dio Brando- dijo Jonathan; era el chico cuyo padre había salvado la vida del señor Joestar; el joven cuyo padre había muerto; el joven a quien el padre de Jonathan había adoptado-. ¡Así que tú eres Dio Brando!
-Así que tú eres Jonathan Joestar- dijo Dio, suavizando la expresión de su rostro con una sonrisa; mas sin dejar de lado esa terrible mirada.
-Todos aquí me llaman Jojo- señaló el joven Joestar un poco más animado, apelando a su natural cortesía inglesa.
Dio iba a decir algo, pero unos ladridos lo interrumpieron. El muchacho rubio se volvió y vio venir a un inmenso gran danés arlequín que se precipitaba a toda carrera hacia el tal “Jojo”.
-Ese de ahí es mi perro- explicó Jojo con cierto orgullo-. ¡Se llama Danny, es muy inteligente! ¡Tranquilo, no muerde! ¡Y se acostumbrará a ti!
El perro, quizá interpretando aquella conversación que lo aludía, cambió el rumbo de su trayectoria, dirigiéndose ahora hacia el recién llegado, moviendo la cola y con la lengua afuera.
Dio contempló al animal con sumo desprecio. Cuando lo tuvo a una distancia propicia, el muchacho rubio le acertó una violenta patada en la cabeza del animal. La fuerza del golpe fue tal, que el animal salió volando por los aires. Al momento de la acción, una sonrisa perversa se dibujó en los labios del joven Brando.
Entre la sorpresa y la rabia, el rostro del joven Jojo se deformó visiblemente. Cuando el cuerpo del perro golpeó pesadamente contra el suelo, la rabia sobrepasó a la sorpresa.
-¡¿Qué haces?!- exclamó Jojo hecho una furia-. ¡Te has pasado!
“Este pelmazo pomposo es el único heredero de la fortuna de los Joestar”- pensó Dio, asumiendo una actitud amenazante, demostrando una postura típica de los pugilistas-. “Debo destruirlo mentalmente hasta volverlo loco. ¡Pronto todo lo de los Joestar será mío!”
Y mientras la cabeza de Dio elucubraba futuros terrores, los ojos de Jojo volvían a mirar al lastimado Danny, dejando crecer su ira sin control alguno.
-¡Maldito infeliz!- gritó Jojo, levantando a su vez los puños-. ¡Te voy a…!
-¡Jonathan!- interrumpió una firme voz masculina.
Ambos muchachos se volvieron para ver a quien gritaba. Un hombre alto, corpulento, atractivo y de bigote prolijo los estaba contemplando con expresión severa.
-¡Papá!-. Jojo pareció apenarse, bajando la cabeza y ocultando los puños detrás de la espalda.
“Así que este es el dueño de todo”- pensó Dio, fingiendo cierta sumisión; guardando un silencio prudencial-. “Maldito viejo. Tú y tu hijo pronto caerán ante el poder del gran Dio Brando.”

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Continuará...



miércoles, 5 de septiembre de 2012

Novelización de Phantom Blood. Capítulo 2

Se ha hecho esperar, pero aquí está el segundo capítulo de Phantom Blood en versión novela, por  Mario Insaurralde.

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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los  autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS


2


El siglo XIX se prolongaba como un cuerpo enfermo, una anomalía convulsa, arrastrándose entre columnas y torreones de humo, de vapores residuales, de engranajes en movimiento. Y esos engranajes, que se habían puesto en funcionamiento con la Revolución Industrial, provocando, entre otras cosas, el éxodo de trabajadores agrícolas hacía las cárceles de concreto que constituían las fábricas, entre chirriantes alaridos fríos e inhumanos, iban dándole forma al futuro. En el porvenir, los sueños de riqueza se habrán de entremezclar con el lamento de mujeres, hombres y niños que experimentarán una nueva esclavitud de hollín, de catorce horas sin luz; la pesadilla de Marx y el sueño húmedo de Ford. Así, en esta versión automatizada y europea de la fiebre del oro, la vida se sucedía, encaminándose hacia una inevitable contrautopía cuya sede central, su símbolo, su acabado más perfecto, como enfatizando esa aterradora simetría, sería, por supuesto, la misma América de la fiebre dorada.
Dorados eran también los cabellos de la jovencita que veía con horror cómo su preciosa muñeca de porcelana se elevaba sobre su cabeza, prisionera de una mano oscurecida por el hollín, una mano de niño perdido, una mano condenada al rudo entorno de las fábricas. El propietario de esa mano era, a las claras, un pequeño obrero, pues vestía como ellos, se movía como ellos y (Dios bendito) hasta tenía esa misma expresión de rabiosa locura que ellos (desvaríos propios del envenenamiento por mercurio). Y no estaba solo; otro de esos niños perdidos se había unido poco después del arrebato. La joven e indefensa mujercita intentaba en vano rescatar a la diminuta rehén, razonar con las bestias humanas que se arrojaban una a la otra ese cuerpecito sin expresión. Cuanto más humedecidos se veían esos hermosos ojos verdes, más parecía crecer el fervor animal en el accionar de los dos muchachos.
-¡Devuélvemela!- gritó la joven entre sollozos; había estado a punto de atrapar la muñeca en pleno movimiento, pero una piedra inoportuna le había hecho perder el equilibrio; ahora su cara pálida se teñía de un leve rubor terracota, en parte por la mezcla de sus lágrimas con la tierra, en parte por la frustración que le provocaba estar tan indefensa ante estas criaturas-. ¡Le van a romper un brazo!
Uno de los muchachos lanzó una carcajada rabiosa. No podía explicarlo entonces, así, tan pequeño a pesar de su estatura y su porte, pero se encontró con que el llanto de la muchacha hacía que un calor agradable le recorriera su ennegrecido y sucio cuerpo. Una erección se hizo visible entre los pliegues de su pantalón barato; la disimuló con un rápido movimiento de su mano izquierda. No, no lo sabía entonces, pero tiempo después, ya adolescente, habrá de morir en un prostíbulo, víctima de un juego sexual y sádico, entre espirales de opio y manchas de licor barato.
-¡¿Acaso te lo compró tu papá, Erina?!- preguntó el otro, sosteniendo la muñeca con fuerza, mirándola con cierto resentimiento-. ¡Estúpido señor Pendleton! ¡Debió costarle una fortuna! ¡¿Acaso no es un obrero como nosotros?! ¡Gastando su dinero en estas porquerías!-. Pateó la tierra, algo de ella entró en los ojos de la niña, ahora reconocida como Erina Pendleton, obligándola a lagrimear de nuevo y con más fuerza-. ¡Maldita puerca! ¡Deberían enviarte a trabajar en las fábricas como a nosotros!
El nuevo llanto volvió a excitar al otro muchacho; una idea lasciva saturó su precaria mente.
-¡Vamos a desnudar a la muñeca!-gritó eufórico-. ¡Tal vez por debajo de estas ropas sea como las mujeres de verdad!
Erina entonces comprendió que el horror sólo estaba comenzando. Supo, con la certeza de alguien que intuye que será la protagonista de una tragedia, que al menos uno de los muchachos (aquel de ojos bizcos y enfermizos) no se conformaría con encontrar bajo las telas de la muñeca sólo porcelana fría y sin pintar. No, ese chico seguramente quería más, se las ingeniaría para manipular al otro para que también quisiera más, y entonces sería Erina quien terminaría desnuda sobre la tierra, a pesar de toda su resistencia. Y la cumbre del terror fue el saber que su desnudez sólo sería el preámbulo para algo mucho más oscuro, algo que ella no entendía del todo (“un juego, sólo un juego que tu papá y yo jugamos de cuando en cuando” le había dicho su madre cuando aún estaba viva, en una noche de infancia en la que ella se había asustado por una tormenta y había irrumpido corriendo en la habitación de sus padres. Un juego, claro, pero no debía de ser uno muy bueno, a juzgar por la rapidez con que sus padres habían cubierto sus partes con las sábanas). Quería pelear, defenderse, hacer algo… pero sólo pudo echarse a llorar, víctima de una angustia asfixiante.
-¡Erina la llorona!- exclamó el que sostenía la muñeca, sin prestar atención a la lujuria en los ojos de su compañero.
¡Ayuda! Su alma gritaba en silencio. ¡Pobre Erina! ¿Cómo había pasado esto? Lo que tendría que haber sido una tarde agradable de juegos con Lady Gaga (el nombre que le había puesto a su muñeca), se había convertido en una escena de pesadillas. ¿Acaso nadie vendría a salvarla? Su padre siempre le decía que ella era una princesa, entonces, ¿por qué no aparecía ningún príncipe en su auxilio? Cuando la mano temblorosa del muchacho bizco acarició con ansiosa timidez sus dorados bucles, supo que estaba sola, que los príncipes no existían, que…
-¡Basta!
La voz enfurecida de un niño se elevó por sobre toda la escena. El joven bizco y el que sostenía la muñeca se volvieron para ver quién era el intruso insolente que venía a perturbar su diversión. Parado sobre el muro que los había mantenido protegidos de las miradas de los curiosos, pudieron ver a un niño corpulento de rostro agradable a pesar de la fiereza de su mirada, y de cabellos castaños y crespos. Por la limpieza de su piel y el delicado corte de su traje azul, la evidente tersura de su saco lleno de borlas y la tirantez de su moño rojo, no quedaban dudas de que ese niño jamás había pisado una fábrica en su vida.
-¡¿Y este pelmazo quién es?!- preguntó terriblemente molesto el joven bizco; la excitación se había esfumado, dando paso a una rabia asesina-. ¡¿Acaso eres un amigo de Erina?!
El muchacho saltó del muro, caminó con paso firme hacia los otros dos. Erina lo contempló con los ojos abiertos de asombro. Era un príncipe, ¡un príncipe de verdad había venido en su ayuda!
-No conozco a la señorita- respondió el joven, y por debajo de su firmeza parecía asomarse una mentira-. ¡Pero no dejaré que se abusen de ella! ¡¿Acaso no son hombres?! ¡¿Qué clase de hombre se aprovecharía así de una dama?! ¡Devuélvanle la muñeca!
“Dama”, el príncipe la había llamado así. Por alguna razón esa simple palabra le bastó para ruborizarle las mejillas, esta vez no con rabia y frustración, sino con algo más, algo tierno, algo agradable, algo similar a aquello sentido cuando su padre la llamaba “princesa”… similar, pero no del todo igual.
El “príncipe” se abalanzó sobre el que sostenía la muñeca, derribándolo de un topetazo, luego se volvió hacia el muchacho bizco para acertarle un puñetazo a la altura de las costillas. El joven obrero retrocedió unos pasos, producto del golpe, mas logró mantenerse en pie y esbozar una sonrisa turbia.
-¡¿Salvando a una damisela en apuros?!- preguntó el bizco; la sonrisa había desaparecido de sus labios y sólo quedaba en él una aterradora expresión asesina-. ¡Odio a la gente como tú!-. Y arrojándose sobre el muchacho agregó:- ¡Mira cómo acabo con tu heroísmo!
Y sin decir más, golpeó al muchacho con ambas manos entrelazadas, en forma de martillo, a la altura de la nuca, derribándolo sobre el suelo. Erina volvió a sentir miedo, no por ella, sino por el “príncipe”; en los cuentos jamás se mencionaba la parte en la que el héroe recibía una golpiza.
-¡Uggh!-. El muchacho intentó ponerse en pie, mas un puntapié en el estómago lo volvió a tumbar; era el otro obrero, uniéndose a la batalla.
-¡Ja!- rió el ejecutor de la patada-. ¡Este chico es un inútil! ¡Esto es divertido!- continuó entre carcajadas-. ¡De héroe a mierda en menos de un segundo! ¡Hey!- se volvió hacia su compañero, gesticulando demasiado, apuntando al caído con el dedo índice-. ¿Conoces a este perdedor?
-No me suena…- respondió el otro sin quitarle los ojos de encima al muchacho caído: el hilillo de sangre que descendía de su nariz parecía fascinarle… Rojo… rojo-. ¡Tal vez sea el hijo de los Joestar!
“Los Joestar”, pensó Erina, presa de una auténtica atracción confusa. Había oído algo sobre los Joestar, sobre su fortuna imposible, sobre una muerte trágica… Acaso… ¿Acaso el príncipe era de tan distinguido linaje? Debía de serlo, después de todo… era un príncipe.
El joven logró finalmente ponerse de pie. Tosiendo expulsó algo… un coágulo de sangre.
-¡Uggh!-. Esto era humillante, realmente humillante. No podía estarle pasando esto. En su cabeza había ensayado la escena miles de veces. Esa niña, siempre esa niña, se encontraba en peligro y él llegaba justo a tiempo para salvarla. Entonces le daba una paliza a los facinerosos y podía, al fin, confesarle su amor. Porque a sus trece años de edad, para él eso era el amor; un ideal, algo mágico… Pero he aquí que la realidad le demostraba otra cosa. Allí estaba él, frente a la niña de sus sueños; expulsando sangre espesa. Debía corregir eso…
-¡Odio a esos ricos arrogantes!- exclamó uno de los sujetos, señalando hacia la Mansión Joestar, que podía verse, colina abajo desde donde ellos estaban-. ¡Si es uno de los Joestar te juro que le rompo todos los dientes!
Corregir… corregir… corregir eso.
El joven extrajo de su bolsillo un delicado pañuelo de seda blanca. En exquisitas letras doradas se podía leer lo siguiente: “Jonathan Joestar”.
-¡Mira!- gritó el muchacho bizco, el más propenso a la violencia, señalando hacia el dorado bordado-. ¡Realmente es el hijo de los Joestar!
Corregir… corregir… co…
Todo fue vertiginoso: primero los golpes en la boca del estómago, luego el rodillazo en el mentón; otra vez el suelo, una lluvia de patadas y… los insultos, realmente los insultos eran lo peor. Porque los golpes podían doler, pero los insultos lo humillaban frente a… frente a ella.
-¡Maldición! ¡¿Te crees especial, eh?!
Más y más patadas.
-¡Toma esto!
-¡Deberías quedarte en tu casa, niño rico!
Golpes, sangre, el llanto de la joven y por sobre todo eso… ¿el sonido de un carruaje?
-O… ¡Oye, Joey!- gritó el menos agresivo de los muchachos-. ¡Alguien viene! ¡Podría ser la policía! ¡Ya déjalo, no quiero tener problemas con la policía! ¡Mi padre me mataría!
El otro se volvió hacia su compañero con una mirada asesina en los ojos. Quería matar a ese asqueroso muchacho, es más, quería incluso matar a su amigo; quería eliminar todo aquello que lo alejara del misterio que se escondía bajo las faldas de la niña rubia… Pero… no, definitivamente no quería problemas con la policía. La poca razón que conservaba se lo hizo saber.
-¡Dale gracias a Marky y a la policía, maldito ricachón!- le gritó al joven Joestar; y dándole una última patada en las costillas, se unió a su amigo en la fuga.
El príncipe…
-¡Ugh!-. Esto estaba mal, terriblemente mal. El cuerpo le temblaba, le habían quebrado el orgullo y ella… ella se acercaba a él con los ojos cargados de lástima. Se sentía un pobre diablo, una escoria, un fracasado. Cuando la mano de la joven tocó su hombro, un rubor caliente se adueñó de su cara. Confuso, irritado, apartó el hombro con violencia-. ¡Vete!-. Aunque realmente quería que se quedara, que lo abrazara muy fuertemente-. ¡No me he metido para que me prestaras atención!- Otra mentira.
Erina miró al príncipe con los ojos sorprendidos, sin poder reaccionar, sin atreverse a decir nada. ¿Por qué entonces se había metido en la pelea sino era para salvarla?
-¡Fue porque soy un caballero!- gritó él, arrojando el pañuelo ensangrentado sobre el pasto que oficiaba como principio de la colina; respondiendo, aunque falsamente, a la pregunta mental de Erina-. ¡Los caballeros no podemos ignorar a una dama que necesita ayuda, debemos ser valientes incluso en desventaja!-. Y girándose, incapaz de mirarla, terriblemente herido en su corazón, dispuesto a resignar ese amor, sintiéndose indigno de tal sentimiento, pero como aún demasiado orgulloso como para reconocerlo en voz alta agregó:- ¡Algún día ganaré!
Y sin decir más, se alejó, sintiendo cómo el corazón parecía rompérsele a pedazos. Y es que, a los trece años de edad, todo es verdadero, tan ideal… Y el amor, el amor para él era eso…
-Jonathan Joestar- dijo Erina en voz alta, tomando el pañuelo sucio del suelo, ruborizada y sin entender el por qué de esa agitación que dominaba su pecho-. ¿Por qué?... ¿Por qué sacaste tu pañuelo?
Y lo contempló hasta que el muchacho desapareció, bajando la loma. Estaba claro que no le hubiesen dado una paliza tan severa si no hubiera sacado ese pañuelo (de hecho, si no se aparecía para salvarla, no hubiese recibido paliza alguna, variante que hacía sentir a Erina muy culpable, aunque feliz al mismo tiempo de que no se hubiera dado de esa forma), pero… pero a lo mejor eso era un requisito de los caballeros…

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Continuará...


martes, 27 de marzo de 2012

Novelización de Phantom Blood. Capítulo 1

Mauro Insaurralde continúa novelando el comienzo de la saga, en castellano. Os dejo con este primer capítulo que profundiza en algunos personajes bastante más que el manga.

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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los  autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes),  © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

1


Inglaterra, 1880


Desde el interior de una ruinosa cabaña, recostado sobre un desvencijado camastro, un anciano se convulsionaba en un acceso de tos que amenazaba con hacerle vomitar sus propios pulmones. Su calva cabeza rebotaba contra la almohada como un triste péndulo en posición vertical. Por sobre la arrugada piel de la frente se derramaban sin el menor disimulo unos espesos y brillantes hilillos de transpiración que descendían por unos pómulos redondeados hasta mojar una barba blanca y mal recortada. Por momentos el anciano intentaba ponerse en pie con un patetismo que recordaba a esas moscas atrapadas en frascos que se empecinan en seguir volando sin cesar en busca de una salida imposible hasta morir estrelladas contra un horizonte de cristal, en pleno vuelo.
-¡Dio!- gritó el anciano con una voz ronca, mientras podía hacerlo, antes de que un nuevo acceso de tos le arrebatara la garganta. Abría la boca enormemente, revelando su poco poblada dentadura amarillenta.-. ¿Puedes oírme?
Otro ataque de tos, esta vez más violento aún que los anteriores. El anciano se dobló sobre su propio pecho, arrugando con el puño contraído la parte de su camisa que reposaba a la altura del corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas, éstas se confundieron con el sudor en una sola mezcla de temor y resignación.
-Dio…- alcanzó a susurrar mientras estiraba una mano enfermiza, temblorosa y llena de pústulas hacia algún lugar de la habitación-. ¡Ven aquí!-. Más de esa tos espantosa-. ¿Me oyes, Dio…?
En la trayectoria de esa mano moribunda, frente a la ventana frontal de la cenicienta vivienda, se hallaba un sillón antiguo, dándole la espalda a las súplicas del anciano. Sobre el asiento reposaba un adolescente de trece años de extrema belleza, vestido con una camisa blanca, unos pantalones color caqui con tiradores negros y unos zapatos de cuero de un marrón oscuro. En su mano derecha sostenía un grueso volumen de la novela Gorgeous Irene a la cual sus verdes ojos como esmeraldas llameantes le prestaban toda su atención, sin siquiera reparar en el anciano moribundo a sus espaldas. La luz de la luna que se filtraba por la ventana le confería un brillo especial a sus dorados cabellos y a la palidez delicada de su piel.
-Dio- volvió a llamar el anciano en un hilillo de voz que no tardó en truncarse por intervención de la tos.
El muchacho cerró violentamente el libro; un suspiro largo y cansino dejó al descubierto que cualquier intento de ignorar a ese vejestorio molesto se había vuelto inútil. Cerró los ojos, pensó en algo lejano, los volvió a abrir y, aún con el libro en la mano, se dirigió hacia la cama donde el viejo temblaba de dolor.
-¿Necesitas medicina, viejo?-. La voz salió acompañada de un dejo profundo de hastío; en el pasado había sabido disimular el desprecio que esa cosa antigua y decrépita que alguna vez supo ser un hombre le provocaba, pero la falsa misericordia y la piedad barata se habían ido esfumando casi juntamente con la salud del anciano.
-No… medicina no…-. Los ojos del anciano giraron sobre sus cuencas con visibles señales de terror; había algo en la palabra “medicina”, una suerte de significado oculto demasiado espantoso hasta como para pensarlo, que lo ponía visiblemente incómodo-. Dio… tengo que…-. Tos, espantosa, dolorosa, inclemente-. Tengo que decirte algo. No me queda mucho tiempo…-. Detrás de la tragedia que encerraba este enunciado, el anciano dejó traslucir un débil destello de alivio, para bien o para mal, todo acabaría en cuestión de tiempo. Y ese tiempo en cuestión parecía ser más breve de lo pensado-. Me estoy muriendo.
Nada. No hubo ni el menor cambio en el rostro del muchacho. Sí, sabía que esa masa de carne débil y convulsa sobre la cama se estaba muriendo. Sí, sabía que el moribundo no era otro que su padre. Pero por sobre esas dos cosas, sabía algo más: odiaba a ese vejestorio casi tanto como a su pobreza. Anciano estúpido… ¿Qué le importaba a él su patético final?
.Me preocupa tu futuro tras mi muerte- dijo el padre, sacando una mano enferma que había permanecido oculta bajo las sábanas; en ella sostenía un arrugado sobre de aspecto malogrado. Un ligero atisbo de curiosidad azotó el rostro del joven, pero en menos de un segundo volvió a asumir esa expresión de apatía absoluta-. Dio, cuando muera, ve a la dirección que figura en este sobre-. Tos, horrenda tos-. Búscalo, Dio, busca al hombre de…-. Una  tos que parecía desgarrarle la garganta con cuchillos de barbero; por momentos era como si el tiempo se detuviera y esos cuchillos quedaran suspendidos en el éter, para que luego la corriente temporal volviera a fluir normalmente y esos cuchillos se incrustaran de manera perversa sobre el anciano (y todo esto, creía, no duraba más de cinco segundos y luego se repetía)-. Búscalo, él… está en deuda conmigo. Él se encargará de ti por el resto de tu vida…
Nada. Aunque era tentador indagar en los delirios del viejo, Dio prefirió seguir así, sin demostrar absolutamente nada.
-¡Me debe mucho!- exclamó el anciano, casi furioso-. Fue en un día muy lluvioso de 1868, hace doce años…
Y entre la carraspera y el dolor, el anciano evocó los recuerdos de ese pasado…

El estrepitoso sonido de algo cayendo por la pendiente hace saltar a Dario Brando hasta el punto de casi perder el sombrero. Ha estado bebiendo y apesta a alcohol, pero aún así sus oídos están lo suficientemente alerta como para percibir el estruendo por sobre el rumor elemental de la lluvia. A su lado, la joven y hermosa mujer que fuera vendida por sus padres para convertirse en la esposa de este despreciable hombre casi desdentado intenta hacer callar al bebé que han engendrado, el bebé que ella ha llamado Dio, que llora desconsoladamente en brazos de su desdichada madre.
-¡Hazlo callar!- grita Dario Brando. Como el niño no muestra intención de refrenar sus lágrimas, el hombre se levanta de su asiento con paso errático, tambaleándose un poco y le da un sonoro bofetón a la joven mujer. Ésta no llora, ha dejado de hacerlo hace mucho tiempo, más o menos en el preciso instante en que aceptó que ya no había adónde escapar; estaba atada de por vida a ese monstruo, centavo por centavo era suya, entonces, ¿para qué derramar lágrimas si carecían de valor alguno? No, no llorará. Se quedará allí, mirándolo con ojos vacíos, sintiendo cómo la piel de su mejilla se va hinchando al tiempo que va tomando temperatura-. ¡Haz callar a ese mocoso!
Dario Brando amenaza con golpear al niño; éste deja de llorar súbitamente y abre los ojos, dos pequeñas esmeraldas se clavan con frialdad sobre el rostro de su progenitor. Tal vez sea producto del alcohol en su organismo, o algo más primitivo y siniestro… Dario Brando ve en esa mirada el desprecio infinito de un monstruo dispuesto a matarlo sin el menor rastro de piedad. Retrocede unos pasos, menea la cabeza e intenta convencerse de que todo está en su mente. Farfulla algo, les da la espalda a esos extraños que conforman su familia.
-Voy a investigar qué fue ese ruido- dice, con una fingida voz de autoridad-. Deja a ese llorón ahí y vente conmigo.
Ella besa la frente delicada del niño, éste le regala una inocente sonrisa, quizá una de las pocas sonrisas auténticas que Dio Brando tendrá en toda su vida. Cuando la madre se aleja, el niño vuelve a romper en llanto. A ella se le parte el corazón, pero no se vuelve siquiera a mirarlo. Debe acompañar a su dueño, su vida está atada a ese ser despreciable al que llama “esposo”.
Cuando la muchacha logra divisar a su marido, éste se encuentra mirando hacia el fondo del precipicio con una atolondrada expresión similar a la de un niño retrasado que juega con un ave moribunda. La joven se reúne con él y acompaña con la mirada hacia el lugar que ocupa su atención. Una inmensa “O” se dibuja en el rostro de la mujer, lo que ve le devuelve algo a su semblante hasta ese entonces carente de emociones: la capacidad de asombro.
Tumbado al fondo de la pendiente se puede ver un majestuoso carruaje; el camino ha cedido por la lluvia y el vehículo descansa de manera antinatural con su lado izquierdo al aire, recibiendo sin posibilidad de escape el relamido perverso de la fría lluvia.
-¡Mira, mujer, mira!- grita entre carcajadas el borracho; le brillan los ojos de una manera siniestra-. ¡Un accidente!
Lo que sigue a continuación hace crecer la “O” en el rostro de la muchacha hasta casi desencajarle la mandíbula. Está mirando a su esposo (quizá por primera vez en mucho tiempo, pues desde que ha aprendido a ignorarlo, ni siquiera le ha dedicado una mirada en los escasos momentos de intimidad amatoria- ese remedo patético de coito con olor a alcohol y lapsos de frustración sexual que acababan siempre en insultos y golpes-); éste está bajando por la pendiente con una agilidad nunca antes vista en un borracho.
-¡Hey, es peligroso! ¡No te metas en esto!-. Cuando las palabras brotan de su boca, se sorprende. No puede creer que esté demostrando interés por ese hombre al que no ama. Pero, ¿es este interés alimentado por algún resabio de afecto o responde a algo más? Y sí, seguramente exista algún motivo mucho más profundo. Quizá sea el miedo a quedarse sola con un niño en un mundo incierto; después de todo, ese hombre, aunque repugnante, constituye su única fuente de ingresos (en su mente se lamenta haber nacido pobre, de no haber tenido la oportunidad de estudiar, de estar atrapada en un espiral de miserias); no ha conocido a otro hombre además del suyo, quién sabe si los demás no resultaran ser peores. Piensa en el niño que ha de estar llorando en su cuna andrajosa; una punzada oprime su corazón, vuelve a centrar la mirada en ese hombre del cual depende todo su futuro.
-¡Idiota!- exclama Dario Brando, igual de sorprendido ante el súbito interés demostrado por su esposa hacia su persona- ¡Es el carruaje de una familia rica! ¡Algo habrá para nuestro provecho en esas ruinas!
“Nuestro provecho” retumba en la cabeza de la mujer, recalcándole que tanto ella como su pequeño hijo dependen de ese hombre que ahora la ignora desde el fondo de la pendiente; esa especie de rata humana que escarba entre los restos de un naufragio en pleno barro, bajo las lágrimas de quién sabe qué dios ancestral y depresivo.
-¡Por los mil infiernos!-. Los ojos de Dario Brando intentan abrirse lo más posible como para abarcar en su totalidad aquello tan sorprendente que están viendo. Entre los rayos resquebrajados y filosos de una de las inmensas ruedas que se han desprendido del carruaje se encuentra ensartado el cuerpo de un hombre joven vestido a la usanza de los empleados de las familias ricas. Se trata, sin duda, del cochero. La escena es en extremo grotesca y perturbadora: uno de los rayos se ha abierto paso desde la espalda hacia el abdomen, otro ha hecho lo mismo pero a la altura del corazón; el último (y el que resalta muchísimo la imagen macabra) le ha traspasado el cuello para emerger lleno de sangre por una boca a la cual el impacto le ha volado gran parte de la dentadura. Unos ojos fríos, impávidos, contemplan la lluvia ya teñidos de muerte-. ¡Este tipo ha muerto!- dice el hombre con una capacidad de señalar lo obvio que roza muy de cerca con la estupidez. Se ha girado con expresión alelada en el rostro y ha visto a su mujer (quién sabe cuándo ha bajado por la pendiente) corriendo hacia el vehículo tumbado.
-¡Hey!- exclama la joven con el rostro ya firme hacia el interior del carruaje-. ¡Hay una mujer muerta aquí!-. La preocupación acude a darle tono a esa noticia; esta preocupación ya no es de carácter netamente egoísta (por lo tanto no versa sobre su destino incierto), ésta es mucho más altruista y se va abrazando al llanto de un bebé que brota por debajo del cadáver de la dama del carruaje. Este llanto se funde en su mente con el de su propio niño que espera en la soledad de su hogar; cada hebra de maternidad se apodera de su ser-. ¡Escucho el llanto de un niño! ¡Hay un niño atrapado allí todavía!-. Desesperación. Se vuelve hacia su marido con la vana esperanza de hallar empatía en su mirada, rogando a ese dios depresivo que la ayude a salvar a esa pequeña vida. Sin asombro, sólo encuentra la expresión colérica de un borracho.
-¡¿Niño?!-. Hay furia en esa voz. Dario Brando se ha acuclillado muy cerca de un corpulento hombre que yace a pocos centímetros del vehículo; por su ropa, su perfecto bigote y la posición en la que se encuentra con respecto al carruaje volcado (porque será un borracho idiota, pero no es ni de cerca un borracho idiota que carezca de habilidades como para deducir una trayectoria) no cabe duda de que se trata del dueño del malogrado vehículo-. ¡Olvida al niño! ¡¿Qué pretendes hacer una vez que lo saques de ahí?! ¡Su familia ha muerto! ¡¿Acaso piensas quedarte con él?! ¡Te recuerdo que apenas puedes hacerte cargo de ese llorón que tenemos en casa!-. Como un buitre, Dario Brando se ha dejado caer sobre el hombre del bigote; sus manos lo recorren con avarienta precisión, finalmente sus manos tropiezan con las del hombre, un resplandeciente anillo de oro refulge entre las gotas de lluvia, tiñendo de luz los ávidos ojos de la rata humana-. ¡Bendito sea el diablo que ha intercedido a nuestro favor, metiendo su cola en un día como este!- exclama entre risotadas, sacando ya el anillo de ese dedo inerte. Pronto esos dedos como arañas se apoderan de la billetera del caído.
-¿Qu… qué haces?-. La voz de la muchacha es apenas un susurro trémulo.
-¡Estúpida!-. Un puño se eleva en señal de amenaza; la joven se encoge y se cubre el rostro con las manos-. ¡¿Tengo que explicártelo todo?! ¡La desgracia de un rico es la bendición de un pobre!-. La carcajada casi inhumana que escapa de los labios de Dario Brando retumba sobre el hueco sonido de las gotas sobre el barro.
-Sí- asiente ella con cierta vergüenza, reconociendo que están cayendo más bajo de lo que su precaria moral se lo permite.  Pero entonces sus pensamientos vuelven a recaer sobre su niño, sobre la necesidad de librarlo de ese destino de pobreza que parece abrazar toda su existencia. Dicen que de tanto caminar por la oscuridad los ojos terminan acostumbrándose a la penumbra; tal vez el alma humana responda a este mismo principio-. ¡Cierto!-. Su hijo no habrá de pasar miserias-. ¡Eres muy inteligente!-. Si es necesario, es capaz de venderle el alma al mismísimo Lucifer con tal de que su retoño no padezca la humillación que a ella le ha tocado vivir (y después de todo, ¿cuánto puede valer el alma de un pobre?).
-¡Este es nuestro día de suerte!- señala Dario Brando con expresión demencial, tomando entre sus manos una lujosa maleta de aspecto costoso-. ¡Voy a tomarlo todo!
Las enormes manos del carroñero activan los mecanismos que mantienen cerrada la maleta; estos ceden y revelan el contenido. Los ojos del borracho pierden el brillo propio de la expectativa; el ceño se le frunce en una pronunciada decepción.
-¡¿Qué es esto?!- se pregunta, mirando el extraño contenido de la maleta: una horrenda máscara de piedra-. ¡Qué repugnante, nunca he visto una máscara más horripilante que esta!-. Nuevamente hay furia en esa voz-. ¡No la quiero!-. Vuelve a cerrar la maleta y la arroja a unos pocos centímetros con ofuscación; por alguna razón, los vacíos ojos de la máscara le han recordado a ese fuego verdecino con el que lo ha quemado su hijo.
En un brusco movimiento, Dario Brando se abalanza sobre el hombre caído y deposita sus asquerosos dedos sobre los labios protegidos por el elegante bigote.
-¡Hey!- grita, volviéndose hacia su mujer con los ojos inyectados en sangre-. ¡Ayúdame a abrirle la boca! ¡El dentista nos pagará unas buenas monedas por cada pieza!
-Tú…-. La mujer no le presta atención; con nerviosismo su mirada ha captado algo en ese hombre caído. Quizá su mente aún no ha procesado lo que sus ojos han visto (o creen haber visto; a veces las percepciones humanas son de carácter dudoso) en relación a su hallazgo.
-¡¿Qué te pasa, estúpida?!-. El rostro de Dario Brando asume la expresión de un perro rabioso-. ¡Bien sabes que el dentista le dará un buen uso a estos dientes, más porque son dientes de noble!
Lo que sigue es aquello que la mujer había intuido como posible y por alguna razón (deliberada o no, ella misma no lo sabe) había decidido no comentar con su marido. La mano del hombre caído se eleva temblorosa; en un movimiento tan veloz que contradice el temblequeo de esa enorme manaza, la muñeca de Dario Brando queda apresada entre la presión casi desgarradora de unos dedos que él había creído muertos. El rostro del ladrón asume un rictus de horror absoluto. Un alarido casi femenino escapa de esa boca de dientes escasos; logra desasirse  de la terrible tenaza, da unos atolondrados pasos en reversa, se tropieza y cae sobre su trasero, allí se queda, sentado, arrebatado en una mezcla de temor y estupidez. Detrás de sí siente un leve roce; su mujer se ha parapetado allí, en busca de refugio; cree oírla sollozar. No sabe bien qué pensar (la situación ciertamente se le ha ido de las manos), por un lado saber que su esposa se refugia en él ante el temor le infunde cierto sentimiento de superioridad (la idea de ser su dueño se subraya en rojo en su mente), por otro, un desprecio absoluto lo domina; ¿qué pretende esa estúpida, acaso una buena esposa no se pondría adelante para defender a su marido? Una vez más piensa en ese niño de ojos diabólicos que ha engendrado; todo se mezcla de manera arbitraria.
-Tú… tú…- repite el hombre del bigote.
-¡Sigue vivo!-. Una vez más, Dario Brando hace una demostración de su perspicacia.
Los ojos del hombre del bigote se clavan en el rostro contraído de Dario Brando; éste cree ver en ellos severidad, pero pronto nota algo, un cambio progresivo e inevitable. Ahora los ojos que lo miran son cálidos y están llenos de algo que el borracho desconoce (o no ha experimentado jamás en su mísera vida), gratitud.
-¿Tú me has… auxiliado?- pregunta el hombre del bigote; hay una exteriorización del dolor físico en el tono de su voz-. Gracias…
Los ojos del borracho giran sobre sus cuencas; por dentro ha comenzado a reírse. No todo está perdido, es más, ahora la ganancia está asegurada. El diablo, piensa, debe quererlo mucho.
-¿Mi esposa?-. Es la voz del caído, tiembla más que antes-. ¿Mi esposa y mi hijo están bien?
-¡Oh, mi buen señor!- finge lamentarse Dario Brando, con toda la zalamería de que un borracho puede disponer. En su mente urde el plan de hacerle creer a ese ricachón de que le debe mucho más que la vida-. ¡Lamento mucho informarle que tanto su esposa como su cochero han muerto, víctimas de este terrible accidente! ¡Pero su hijo aún vive!- señala con falsa algarabía- ¡Yo mismo lo he salvado! ¡¿Verdad que sí?!-. Se dirige a su mujer, esta no emite respuesta alguna; con expresión severa le hace unos gestos como para que se ponga en movimiento-. ¡El niño! ¡El niño, deprisa! ¡Traele a este hombre su niño!
La mujer obedece y hace lo que en un principio su conciencia le había dictado. Apartando el cadáver de la señora noble, logra liberar sin mayores esfuerzos al pequeño niño. Éste está vestido con las más finas telas y, milagrosamente, no presenta daño alguno. Ha dejado de llorar en cuanto se ha visto libre del peso inerte de su madre y ante el contacto de la lluvia con su pequeño rostro, arruga la nariz y arquea la boca de manera quejumbrosa. La muchacha lo sostiene un momento contra su pecho, luego lo aparta (sin saber por qué el contacto con el infante le ha provocado rechazo; en su cabeza se ha desplegado la imagen de su propio hijo, que nunca conocería telas tan finas sobre su cuerpo de pobre); el cuello de la vestimenta del niño se ladea un poco, dejando al descubierto una marca en forma de estrella de cinco puntas en la parte izquierda entre su nuca y el hombro. Esta marca no sorprende a la muchacha en lo más mínimo; es la primera vez que ve la piel desnuda de un noble; en lo que a ella respecta, es muy probable que todos ellos nazcan con esa marca como símbolo de su prosperidad y buena fortuna. La voz de su marido reclamando por el niño le retumba en los oídos; lleva al pequeño ante su padre.
-¿Lo ve, lo ve?- increpa Dario Brando, señalando al niño con su asqueroso dedo índice-. Lo he salvado. ¡Sí, señor!
El hombre del bigote rompe en llanto al ver a su pequeño. Por fin cae en la cuenta de la tragedia que ha significado ese estúpido viaje en carruaje. Por dentro se culpa por lo ocurrido, después de todo, fue él quien había insistido en salir a pesar de las advertencias de su cochero acerca del clima y la peligrosidad de los caminos en días como ese. Esa culpa lo acompañará hasta el día en que su vida habrá de acabar presa de otra tragedia.
-Desearía tomar el lugar de mi esposa- dice en un acceso de debilidad, luego vuelve a ver al niño; es preciso sacar fuerzas de donde no se tiene-. Pero debo seguir viviendo. Por mi hijo, que gracias a Dios se ha  salvado-. Ayudado por Dario Brando, se pone de pie, le duele terriblemente el cuerpo, pero siente la necesidad de tomar al niño en brazos, de lo arrebata a la mujer con inconciente brusquedad-. Gracias a usted, mi pequeño Jonathan vive.
-¡Ah, no es nada mi buen señor! Sonríe el borracho-. Es lo que cualquier hombre honrado hubiese hecho en mi lugar, señor, claro que sí.
La palabra “honrado” queda flotando en el aire, quizá como una visible contradicción ante el gesto ejecutado por el ladro, que juega con sus manos, frotándolas, de la misma manera en la que lo hacen todos los de su calaña cuando se disponen a timar a alguien.
-Me gustaría recompensarlo- dice prontamente el hombre rico (los ojos del otro se iluminan con satisfacción), sosteniendo al niño contra su pecho con una sola mano; la que le ha quedado libre ha sido escrutada con la vista, ahora recorre los bolsillos vacíos de un pantalón exquisito, manchado de grueso barro acuoso-, pero parece que me han robado mi anillo y mi billetera.
Dario Brando finge sorpresa y le comenta al hombre lo podrida que está la sociedad en esos días; gracias a los cielos, dice, él no se ha contagiado jamás de esos vicios que hacen a la falta de moral. Sin duda alguna, no es consciente del terrible vaho alcohólico que acompaña a cada una de sus palabras.
-Mi nombre es George, y mi linaje familiar es Joestar- informa el hombre con un dejo de tristeza-. Dígame, por favor, su nombre. He de recompensar su bondad de algún modo.
-Mi nombre es Dario, y mi linaje familiar es… eh… bueno… Brando, sí, Brando, mi buen señor-. Otra falsa sonrisa, esta vez acompañada de una patética reverencia; otro pensamiento referido a la estupidez e ingenuidad de ese tal Joestar.
La mujer contempla todo. En su fuero interno, sabe que algo siniestro ha unido el destino de su hijo con el de ese chico de la marca en forma de estrella…

-El señor Joestar me dio una considerable suma de dinero- agregó Dario Brando tras relatarle a su hijo su propia versión de los hechos, mucho más heroica y noble que la realidad en sí-. Con eso abrí un pequeño hotel, pero el negocio fracasó-. Volvió a toser, un hilillo de baba brilló sobre su barba-. Claro, ¿qué iba a saber de hoteles un pobre bruto como yo? Y además mi esposa, tu madre, falleció al poco tiempo, víctima de una tuberculosis-. El hombre intentó fingir pena por esa muerte, pero a Dio esto no pudo engañarlo. No dijo nada, pero en ese momento le costó más de la cuenta mantener su odio disimulado-. Y ahora aquí estoy, postrado en mi lecho de muerte. ¡Maldita y piojosa vida de pobre que me ha tocado vivir!
Dio pensó que no le costaría nada tomar una almohada, colocarla sobre el rostro de su padre y presionarla hasta acabar con su patética existencia. Pero no valía la pena ensuciarse las manos (aún más) con la sangre de ese animal. Si sus cálculos eran correctos, el viejo partiría hacia el reino de las sombras en cuestión de días.
-¡Dio!-. La voz del anciano cobró una súbita fuerza; cierto dejo de algo similar a la ternura, sin llegar a serlo, tiñó las siguientes palabras. El joven vio que unas inconsistentes lágrimas asomaban por los ojos de su repugnante progenitor-. ¡Si me muero, ve a la residencia Joestar! ¡Tú tienes algo que yo no tengo, una inteligencia capaz de sostener una gran ambición y de materializarla en una gran fortuna!
Dio no respondió nada; sólo esa mirada fría y distante que ahora, ya cercano a su muerte, su padre empezaba a relacionar con aquella que le había dedicado la distante y lluviosa noche en la que los Brando y los Joestar habían cruzado sus caminos para siempre.
El anciano partió dos noches después entre convulsiones y escupitajos sanguinolentos. A Dio no le sorprendió en lo más mínimo descubrir que su progenitor había invertido sus últimos ahorros en una lápida más o menos ostentosa. Claro, el viejo había vivido siempre para sí mismo (quizá estaba siendo un poco injusto, parecía estar ignorando la ropa más o menos elegante que solía regalarle o los libros que, aún detestándolos, le conseguía en los mercados de segunda mano; pero el recuerdo de su madre siendo enterrada en una fosa común se elevó por sobre todo lo demás); ¿qué podía pedirle ahora que la muerte lo había reclamado ya? No asistió al entierro y cuando los policías y abogados lo acosaron con el papelerío pertinente (los primeros no lograron dar con ningún pariente biológico del chico y tuvieron que aceptar aquello que éste les había mostrado en ese sobre como la última voluntad de un “cariñoso y buen padre”; los segundos le presentaron lo que llamaron “heredades”: una bufanda roja, una gabardina, una maleta y un poco de dinero que apenas si alcanzaba para pagar el viaje en tren hacia la residencia Joestar), no mostró emoción alguna; sólo se limitó a responder lo que los demás querían oír. Tres días después del hecho, finalmente visitó el cementerio, se detuvo frente a la lápida que rezaba “Dario Brando. Nacido 1827. Muerto 1880.”; en su rostro resplandecía la misma fría expresión indiferente.
Un helado viento cargado de nostalgias ajenas se desplazaba por el camposanto. Dio, enfundado en la gabardina y con la bufanda roja alrededor del cuello, pensaba en su próximo movimiento. A su lado, la pequeña maleta de cuero marrón esperaba con incertidumbre. Los rubios cabellos del muchacho eran mecidos por ese viento espectral.
“¡Mi madre sufrió el infierno en carne propia por tu culpa!- pensó, mirando esa piedra carente de significado-. ¡Fuiste el peor padre del mundo! ¿Quieres que sea rico? ¡Ja! ¡Yo te enseñaré, maldito viejo! Tu “patrimonio” lo acepto. ¡Explotaré cada oportunidad que se me presente para convertirme en el hombre más poderoso del mundo! ¡Aplastaré a quien sea que se cruce en mi camino! Espero que antes de que tu alma se consuma en el averno puedas ver que la única cosa buena que has hecho en tu asquerosa vida ha sido engendrarme. Seré poderoso, viejo. El más poderoso de todos.”
-¡Maldito!- gritó desde el fondo de su corazón antes de lanzar un espeso escupitajo hacia la lápida de su padre.
Tomó la maleta con la mano derecha y abandonó el cementerio. Sus pies lo llevarían hacia ese lugar donde su ambición estaba destinada a florecer sin control alguno.

(Continuará) 



jueves, 8 de marzo de 2012

Phantom Blood en versión novelada. Prólogo

Mauro Insaurralde ha empezado a novelar la Primera Parte de Jojo's Bizarre Adventure, Phantom Blood. Por ahora ha aparecido solamente una entrega, que narra el prólogo del manga; el comienzo de toda la saga. Espero que pronto haya más capítulos, que compartiré también aquí con el permiso del autor.
Te dejo con el relato, ¡disfrútalo!

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los  autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes),  © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

PROLOGO


México, algún momento del siglo XIII

El fuego de las antorchas arde en un crepitar de súplicas vacías, en una combinación de calidez agradable y graves accesos de frialdad espantosa. Es el frío de la muerte; la joven lo siente derramándose desde el filo de la piedra que compone la hoja del puñal ceremonial, desde los marmóreos brazos del sacerdote, oculto ya su rostro tras esa espantosa máscara de piedra. Es la personificación misma del terror, la muerte disfrazada de hombre hercúleo, de largos cabellos y ataviado por una capa de piel de jaguar, brazaletes, tobilleras y taparrabo hechos del mismo material y un collar de rocas dentadas bailoteando sobre su pecho desnudo de proporciones imposibles.
No muy lejos, como un viento demencial, la joven escucha los alaridos de los fieles que imploran su sacrificio. “¿Quiénes son?”, se pregunta, como si esto tuviese ya alguna importancia. Pero la tiene. En su mente, en sus creencias, en el fuero más interno de su alma, la tiene. Porque mucho antes de ser capturada, mucho antes de que los cazadores de hombres diezmaran su aldea frente a su oblicua mirada de espanto, ella había escuchado hablar sobre los aztecas y sus sacrificios consagrados al Sol. Pero en esas historias que los ancianos solían contarle, los aztecas eran guerreros orgullosos, sirvientes de un Sol aún más orgulloso que sólo era capaz de saciar su sed con la sangre de enemigos entregados a la guerra. Y allí estaba ella, una simple doncella virgen cuya única vinculación con las artes bélicas la constituía un hermano largamente muerto en una trifulca y un anciano padre senil a consecuencia de los asaltos a otras aldeas y una vida de guerrero (este hombre ahora yacía muerto al igual que todos los de su tribu por acción de las lanzas de los cazadores de hombres). Si hubiese entregado su vida a la guerra, la muchacha no hubiese tenido ningún problema en aceptar su destino de mártir; pues morir por otro día más de luz solar… eso estaba bien, eso era justo, eso era lo que creían los aztecas. Pero ahora, atada sobre la fría piedra de un altar con olor a vidas breves, ve brillar la pálida e indiferente luz de una luna llena por sobre el rostro inexpresivo del sacerdote-verdugo. Esto no es un sacrificio al padre de todas las cosas; tal vez estos ni siquiera sean los aztecas.
El puñal se eleva un par de centímetros, los músculos del monstruo humano se tensan, un rugido gutural escapa por debajo de la máscara de piedra.
-¡La sangre es vida!- grita el sacerdote con una voz que recuerda el rugido de algún animal salvaje o, peor aún, la elemental furia de la ira celeste.
Un coro de bestias de aspecto antropomórfico explota en un vitoreo frenético que pide muerte, que ha estado pidiendo lo mismo desde sus orígenes, que ha aprendido a gozar con la finitud de la vida pero que, aún así, le teme y desea trascenderla, prolongarla. Por un instante el tiempo parece detenerse y la muchacha ve bailotear el puñal y hasta cree escucharlo gritando su nombre, exigiendo su sangre para regocijo de quién sabe qué divinidad taimada y perversa. Ella intenta escapar por última vez, pero las gruesas cuerdas que sostienen sus tobillos y muñecas le recuerdan que esa opción había dejado de existir en el preciso instante en que esos hombres misteriosos habían puesto un pie en su aldea. El arma ceremonial comienza su precipitado descenso y ella sólo atina a oponer una última resistencia: no piensa gritar cuando el sacerdote le siegue la vida, no piensa darles esa satisfacción. Cierra los ojos, unas lágrimas de rabia le recorren los pómulos mientras se refugia en la seguridad de una felicidad pretérita. El puñal le atraviesa el pecho. La muerte la encuentra recordando a un viejo amor.

Un violento borbotón de sangre escapó del cuerpo sin vida de la joven por donde el puñal le había abierto una falsa boca. A la luz de la luna, el líquido asumió un color negro intenso, magnificado, quizá, por el contraste que se había creado cuando éste tocó la grisácea superficie de la máscara de piedra del hercúleo sacerdote.
-¡La máscara absorberá la sangre fresca de esta doncella!- gritó con violencia el sacerdote, fingiendo interés por esa rabiosa masa de fieles que reverberaba a los pies de las escalinatas que conducían hacia el altar de los sacrificios-. ¡La máscara de piedra cobrará vida gracias a la sangre de los vivos!
Otro estallido gutural; el frenesí de la masa. Luego el prodigio y el silencio que entremezclaba el terror con la fascinación. De pronto la máscara de piedra comenzó a moverse, unos tentáculos de hueso emergieron de ella y atravesaron con una velocidad inclemente la cabeza del sacerdote hasta perforarle el cráneo y abrirse paso hacia el cerebro. Todo sucedió ante los atónitos ojos de los fieles que aún no podían creer lo que estaban viendo: el sacerdote, desafiando toda lógica conocida, se mantenía en pie a pesar de las heridas, silencioso, inmóvil, pero en pie. Lo que siguió les bastó a todos para convencerse de que estaban presenciando un prodigio verdadero. El sacerdote había movido la cabeza, la había levantado hacia la luna y le gritaba imprecaciones de superioridad, de autosatisfacción. La multitud fue lentamente asimilando esta nueva realidad, una realidad en la que le mito se constituía en verdad y todas las dudas se disipaban. Ahora todo tenía sentido incluso hasta para el más escéptico de los presentes. Un inmenso hombre lloró abiertamente al saberse parte de algo mucho más grande y trascendente que su propia humanidad, miró a su alrededor y notó que no era el único a quien las lágrimas le habían arrebatado el corazón.
-¡Asombroso!- exclamó un anciano desdentado y de apariencia febril-. ¡Absolutamente asombroso!
-¡Sigue vivo!- agregó un guerrero tuerto con una estúpida sonrisa infantil dibujada sobre su fiero rostro-. ¡Aún después de que las garras de hueso de la máscara le atravesaran la cabeza, sigue vivo!
El rumor de la alegría fue creciendo entre la gente hasta desbordarse en un caudal de risotadas similares a un coro de ranas en tiempo de seca. Hubo abrazos y rezos bajo una luna patéticamente silenciosa.
Caminando unos pasos hasta quedar completamente de frente hacia sus fieles, el sacerdote levantó sus musculosos brazos en señal de victoria. Un terrible dedo índice apuntó hacia esos rostros demenciales.
-¡Por fin he obtenido la vida eterna!-. La voz que escapó por debajo de la máscara de piedra ya no albergaba ningún resabio de humanidad.
Un nuevo brote de frenética algarabía, un cántico estúpido, ignorante del destino que estaba pronto a cernirse sobre sus trágicos cantantes. Sin saber bien por qué, impelido por una fuerza sobrenatural, por un sentido del deber mucho más grande que su propia voluntad, el hombre que hacía unos instantes había roto en llanto se vio a sí mismo acercándose hacia el altar y postrándose sumisamente ante el sacerdote.
-¡Tú!- gritó el enmascarado, haciendo recaer la fuerza de ese dedo índice sobre el recién llegado-. ¿Deseas ser mi fuerza vital?
La pregunta resonó hueca dentro de la cabeza de ese hombre habituado a la matanza. Supo que las palabras del hombre santo sólo constituían una mera formalidad, que ese otro habría de matarlo sea cual fuere su respuesta. Pero esa verdad no le importó. No le importó en lo absoluto, pues su corazón ya se había entregado a ese algo trascendental que movía el hilo de su destino individual como víctima del holocausto y el destino colectivo de destrucción que aleteaba echando sus negras plumas sobre su pueblo maldito. Estaba feliz, realmente feliz por poder ser parte de esa cadena de eventos. Supuso que volvería a emocionarse, que nuevas lágrimas acudirían a sus ojos, pero se contuvo haciendo uso de una voluntad sobrehumana. No era el momento de derramar lágrimas. No era ese líquido el que justificaba el sacrificio.
-¡Sí, mi señor!- asintió sin ningún rastro de temor en esa áspera voz suya.
Muchos siglos después, esta misma entrega habrá de repetirse en un hombre llamado Vanilla Ice, pero esto pertenece al dominio del futuro, un futuro que, curiosamente, había comenzado a escribirse ya en este remoto pasado.
La gigantesca mano del sacerdote tomó del pescuezo al hombre hincado de rodillas a sus pies. Éste sintió la violenta presión de esa tenaza cerrándose cada vez más; antes de que empezara a cerrársele la garganta, la sensación de unos dedos penetrando en su cuello lo llenó de un silencioso espanto. Cayó en la cuenta de que toda la sangre de su cuerpo lo abandonaba, de que le era robada a través de esos dedos invasores. Lo último que vio antes de que sus ojos se entregaran al blanco casi artificial de la muerte fue ese rostro sin expresión de la máscara de piedra.
-¡Puedo sentir su fuerza vital recorriendo por mi cuerpo!- exclamó entre demenciales accesos de risa el sacerdote, sosteniendo aún el cadáver de ese otro, levantándolo por sobre su cabeza como si no pesara nada-. ¡La máscara de piedra me ha dado poderes increíbles!
Y arrojando los restos mortales de ese muerto anónimo hacia el centro de la multitud, lanzó un terrible rugido de gozo hacia la palidez de la luna. Los fieles volvieron a loarlo, celebrando el nacimiento de un nuevo dios entre los hombres. Pero en esos salmos de gloria, una terrible sensación de espanto parecía filtrarse por lo bajo de cada voz.

Durante los siglos XII y XVI, los aztecas reinaron sobre el denominado Imperio del Sol. Al mismo tiempo, otra tribu, corrompida por el poder de una enigmática máscara de piedra, se arrojó hacia la búsqueda desesperada de la vida eterna, de la trascendencia divina. Sin embargo, para cuando el Imperio Azteca fue finalmente sometido por Hernán Cortés y sus hombres, esta otra tribu ya llevaba años desaparecida sin dejar mayores rastros que unas cuantas ruinas cenicientas. ¿Por qué? ¿Qué le sucedió a ese pueblo que supo ser capaz de mirar a la humanidad desde lo alto con desprecio? ¿Qué secretos escondía esa máscara de piedra?
Esta historia intentará echar luz sobre estos misterios; una historia que unirá para siempre el destino de dos hombres.
Ha llegado el momento de que la escuches, de que sepas la verdad. Después de todo, siempre nos llega el momento de volver al lugar al que alguna vez pertenecimos…
























(La máscara de Piedra)