Mauro Insaurralde ha empezado a novelar la Primera Parte de Jojo's Bizarre Adventure, Phantom Blood. Por ahora ha aparecido solamente una entrega, que narra el prólogo del manga; el comienzo de toda la saga. Espero que pronto haya más capítulos, que compartiré también aquí con el permiso del autor.
Te dejo con el relato, ¡disfrútalo!
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
PROLOGO
México, algún momento del siglo XIII
El fuego de las antorchas arde en un crepitar de súplicas vacías, en una combinación de calidez agradable y graves accesos de frialdad espantosa. Es el frío de la muerte; la joven lo siente derramándose desde el filo de la piedra que compone la hoja del puñal ceremonial, desde los marmóreos brazos del sacerdote, oculto ya su rostro tras esa espantosa máscara de piedra. Es la personificación misma del terror, la muerte disfrazada de hombre hercúleo, de largos cabellos y ataviado por una capa de piel de jaguar, brazaletes, tobilleras y taparrabo hechos del mismo material y un collar de rocas dentadas bailoteando sobre su pecho desnudo de proporciones imposibles.
No muy lejos, como un viento demencial, la joven escucha los alaridos de los fieles que imploran su sacrificio. “¿Quiénes son?”, se pregunta, como si esto tuviese ya alguna importancia. Pero la tiene. En su mente, en sus creencias, en el fuero más interno de su alma, la tiene. Porque mucho antes de ser capturada, mucho antes de que los cazadores de hombres diezmaran su aldea frente a su oblicua mirada de espanto, ella había escuchado hablar sobre los aztecas y sus sacrificios consagrados al Sol. Pero en esas historias que los ancianos solían contarle, los aztecas eran guerreros orgullosos, sirvientes de un Sol aún más orgulloso que sólo era capaz de saciar su sed con la sangre de enemigos entregados a la guerra. Y allí estaba ella, una simple doncella virgen cuya única vinculación con las artes bélicas la constituía un hermano largamente muerto en una trifulca y un anciano padre senil a consecuencia de los asaltos a otras aldeas y una vida de guerrero (este hombre ahora yacía muerto al igual que todos los de su tribu por acción de las lanzas de los cazadores de hombres). Si hubiese entregado su vida a la guerra, la muchacha no hubiese tenido ningún problema en aceptar su destino de mártir; pues morir por otro día más de luz solar… eso estaba bien, eso era justo, eso era lo que creían los aztecas. Pero ahora, atada sobre la fría piedra de un altar con olor a vidas breves, ve brillar la pálida e indiferente luz de una luna llena por sobre el rostro inexpresivo del sacerdote-verdugo. Esto no es un sacrificio al padre de todas las cosas; tal vez estos ni siquiera sean los aztecas.
El puñal se eleva un par de centímetros, los músculos del monstruo humano se tensan, un rugido gutural escapa por debajo de la máscara de piedra.
-¡La sangre es vida!- grita el sacerdote con una voz que recuerda el rugido de algún animal salvaje o, peor aún, la elemental furia de la ira celeste.
Un coro de bestias de aspecto antropomórfico explota en un vitoreo frenético que pide muerte, que ha estado pidiendo lo mismo desde sus orígenes, que ha aprendido a gozar con la finitud de la vida pero que, aún así, le teme y desea trascenderla, prolongarla. Por un instante el tiempo parece detenerse y la muchacha ve bailotear el puñal y hasta cree escucharlo gritando su nombre, exigiendo su sangre para regocijo de quién sabe qué divinidad taimada y perversa. Ella intenta escapar por última vez, pero las gruesas cuerdas que sostienen sus tobillos y muñecas le recuerdan que esa opción había dejado de existir en el preciso instante en que esos hombres misteriosos habían puesto un pie en su aldea. El arma ceremonial comienza su precipitado descenso y ella sólo atina a oponer una última resistencia: no piensa gritar cuando el sacerdote le siegue la vida, no piensa darles esa satisfacción. Cierra los ojos, unas lágrimas de rabia le recorren los pómulos mientras se refugia en la seguridad de una felicidad pretérita. El puñal le atraviesa el pecho. La muerte la encuentra recordando a un viejo amor.
Un violento borbotón de sangre escapó del cuerpo sin vida de la joven por donde el puñal le había abierto una falsa boca. A la luz de la luna, el líquido asumió un color negro intenso, magnificado, quizá, por el contraste que se había creado cuando éste tocó la grisácea superficie de la máscara de piedra del hercúleo sacerdote.
-¡La máscara absorberá la sangre fresca de esta doncella!- gritó con violencia el sacerdote, fingiendo interés por esa rabiosa masa de fieles que reverberaba a los pies de las escalinatas que conducían hacia el altar de los sacrificios-. ¡La máscara de piedra cobrará vida gracias a la sangre de los vivos!
Otro estallido gutural; el frenesí de la masa. Luego el prodigio y el silencio que entremezclaba el terror con la fascinación. De pronto la máscara de piedra comenzó a moverse, unos tentáculos de hueso emergieron de ella y atravesaron con una velocidad inclemente la cabeza del sacerdote hasta perforarle el cráneo y abrirse paso hacia el cerebro. Todo sucedió ante los atónitos ojos de los fieles que aún no podían creer lo que estaban viendo: el sacerdote, desafiando toda lógica conocida, se mantenía en pie a pesar de las heridas, silencioso, inmóvil, pero en pie. Lo que siguió les bastó a todos para convencerse de que estaban presenciando un prodigio verdadero. El sacerdote había movido la cabeza, la había levantado hacia la luna y le gritaba imprecaciones de superioridad, de autosatisfacción. La multitud fue lentamente asimilando esta nueva realidad, una realidad en la que le mito se constituía en verdad y todas las dudas se disipaban. Ahora todo tenía sentido incluso hasta para el más escéptico de los presentes. Un inmenso hombre lloró abiertamente al saberse parte de algo mucho más grande y trascendente que su propia humanidad, miró a su alrededor y notó que no era el único a quien las lágrimas le habían arrebatado el corazón.
-¡Asombroso!- exclamó un anciano desdentado y de apariencia febril-. ¡Absolutamente asombroso!
-¡Sigue vivo!- agregó un guerrero tuerto con una estúpida sonrisa infantil dibujada sobre su fiero rostro-. ¡Aún después de que las garras de hueso de la máscara le atravesaran la cabeza, sigue vivo!
El rumor de la alegría fue creciendo entre la gente hasta desbordarse en un caudal de risotadas similares a un coro de ranas en tiempo de seca. Hubo abrazos y rezos bajo una luna patéticamente silenciosa.
Caminando unos pasos hasta quedar completamente de frente hacia sus fieles, el sacerdote levantó sus musculosos brazos en señal de victoria. Un terrible dedo índice apuntó hacia esos rostros demenciales.
-¡Por fin he obtenido la vida eterna!-. La voz que escapó por debajo de la máscara de piedra ya no albergaba ningún resabio de humanidad.
Un nuevo brote de frenética algarabía, un cántico estúpido, ignorante del destino que estaba pronto a cernirse sobre sus trágicos cantantes. Sin saber bien por qué, impelido por una fuerza sobrenatural, por un sentido del deber mucho más grande que su propia voluntad, el hombre que hacía unos instantes había roto en llanto se vio a sí mismo acercándose hacia el altar y postrándose sumisamente ante el sacerdote.
-¡Tú!- gritó el enmascarado, haciendo recaer la fuerza de ese dedo índice sobre el recién llegado-. ¿Deseas ser mi fuerza vital?
La pregunta resonó hueca dentro de la cabeza de ese hombre habituado a la matanza. Supo que las palabras del hombre santo sólo constituían una mera formalidad, que ese otro habría de matarlo sea cual fuere su respuesta. Pero esa verdad no le importó. No le importó en lo absoluto, pues su corazón ya se había entregado a ese algo trascendental que movía el hilo de su destino individual como víctima del holocausto y el destino colectivo de destrucción que aleteaba echando sus negras plumas sobre su pueblo maldito. Estaba feliz, realmente feliz por poder ser parte de esa cadena de eventos. Supuso que volvería a emocionarse, que nuevas lágrimas acudirían a sus ojos, pero se contuvo haciendo uso de una voluntad sobrehumana. No era el momento de derramar lágrimas. No era ese líquido el que justificaba el sacrificio.
-¡Sí, mi señor!- asintió sin ningún rastro de temor en esa áspera voz suya.
Muchos siglos después, esta misma entrega habrá de repetirse en un hombre llamado Vanilla Ice, pero esto pertenece al dominio del futuro, un futuro que, curiosamente, había comenzado a escribirse ya en este remoto pasado.
La gigantesca mano del sacerdote tomó del pescuezo al hombre hincado de rodillas a sus pies. Éste sintió la violenta presión de esa tenaza cerrándose cada vez más; antes de que empezara a cerrársele la garganta, la sensación de unos dedos penetrando en su cuello lo llenó de un silencioso espanto. Cayó en la cuenta de que toda la sangre de su cuerpo lo abandonaba, de que le era robada a través de esos dedos invasores. Lo último que vio antes de que sus ojos se entregaran al blanco casi artificial de la muerte fue ese rostro sin expresión de la máscara de piedra.
-¡Puedo sentir su fuerza vital recorriendo por mi cuerpo!- exclamó entre demenciales accesos de risa el sacerdote, sosteniendo aún el cadáver de ese otro, levantándolo por sobre su cabeza como si no pesara nada-. ¡La máscara de piedra me ha dado poderes increíbles!
Y arrojando los restos mortales de ese muerto anónimo hacia el centro de la multitud, lanzó un terrible rugido de gozo hacia la palidez de la luna. Los fieles volvieron a loarlo, celebrando el nacimiento de un nuevo dios entre los hombres. Pero en esos salmos de gloria, una terrible sensación de espanto parecía filtrarse por lo bajo de cada voz.
Durante los siglos XII y XVI, los aztecas reinaron sobre el denominado Imperio del Sol. Al mismo tiempo, otra tribu, corrompida por el poder de una enigmática máscara de piedra, se arrojó hacia la búsqueda desesperada de la vida eterna, de la trascendencia divina. Sin embargo, para cuando el Imperio Azteca fue finalmente sometido por Hernán Cortés y sus hombres, esta otra tribu ya llevaba años desaparecida sin dejar mayores rastros que unas cuantas ruinas cenicientas. ¿Por qué? ¿Qué le sucedió a ese pueblo que supo ser capaz de mirar a la humanidad desde lo alto con desprecio? ¿Qué secretos escondía esa máscara de piedra?
Esta historia intentará echar luz sobre estos misterios; una historia que unirá para siempre el destino de dos hombres.
Ha llegado el momento de que la escuches, de que sepas la verdad. Después de todo, siempre nos llega el momento de volver al lugar al que alguna vez pertenecimos…
Te dejo con el relato, ¡disfrútalo!
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
PROLOGO
México, algún momento del siglo XIII
El fuego de las antorchas arde en un crepitar de súplicas vacías, en una combinación de calidez agradable y graves accesos de frialdad espantosa. Es el frío de la muerte; la joven lo siente derramándose desde el filo de la piedra que compone la hoja del puñal ceremonial, desde los marmóreos brazos del sacerdote, oculto ya su rostro tras esa espantosa máscara de piedra. Es la personificación misma del terror, la muerte disfrazada de hombre hercúleo, de largos cabellos y ataviado por una capa de piel de jaguar, brazaletes, tobilleras y taparrabo hechos del mismo material y un collar de rocas dentadas bailoteando sobre su pecho desnudo de proporciones imposibles.
No muy lejos, como un viento demencial, la joven escucha los alaridos de los fieles que imploran su sacrificio. “¿Quiénes son?”, se pregunta, como si esto tuviese ya alguna importancia. Pero la tiene. En su mente, en sus creencias, en el fuero más interno de su alma, la tiene. Porque mucho antes de ser capturada, mucho antes de que los cazadores de hombres diezmaran su aldea frente a su oblicua mirada de espanto, ella había escuchado hablar sobre los aztecas y sus sacrificios consagrados al Sol. Pero en esas historias que los ancianos solían contarle, los aztecas eran guerreros orgullosos, sirvientes de un Sol aún más orgulloso que sólo era capaz de saciar su sed con la sangre de enemigos entregados a la guerra. Y allí estaba ella, una simple doncella virgen cuya única vinculación con las artes bélicas la constituía un hermano largamente muerto en una trifulca y un anciano padre senil a consecuencia de los asaltos a otras aldeas y una vida de guerrero (este hombre ahora yacía muerto al igual que todos los de su tribu por acción de las lanzas de los cazadores de hombres). Si hubiese entregado su vida a la guerra, la muchacha no hubiese tenido ningún problema en aceptar su destino de mártir; pues morir por otro día más de luz solar… eso estaba bien, eso era justo, eso era lo que creían los aztecas. Pero ahora, atada sobre la fría piedra de un altar con olor a vidas breves, ve brillar la pálida e indiferente luz de una luna llena por sobre el rostro inexpresivo del sacerdote-verdugo. Esto no es un sacrificio al padre de todas las cosas; tal vez estos ni siquiera sean los aztecas.
El puñal se eleva un par de centímetros, los músculos del monstruo humano se tensan, un rugido gutural escapa por debajo de la máscara de piedra.
-¡La sangre es vida!- grita el sacerdote con una voz que recuerda el rugido de algún animal salvaje o, peor aún, la elemental furia de la ira celeste.
Un coro de bestias de aspecto antropomórfico explota en un vitoreo frenético que pide muerte, que ha estado pidiendo lo mismo desde sus orígenes, que ha aprendido a gozar con la finitud de la vida pero que, aún así, le teme y desea trascenderla, prolongarla. Por un instante el tiempo parece detenerse y la muchacha ve bailotear el puñal y hasta cree escucharlo gritando su nombre, exigiendo su sangre para regocijo de quién sabe qué divinidad taimada y perversa. Ella intenta escapar por última vez, pero las gruesas cuerdas que sostienen sus tobillos y muñecas le recuerdan que esa opción había dejado de existir en el preciso instante en que esos hombres misteriosos habían puesto un pie en su aldea. El arma ceremonial comienza su precipitado descenso y ella sólo atina a oponer una última resistencia: no piensa gritar cuando el sacerdote le siegue la vida, no piensa darles esa satisfacción. Cierra los ojos, unas lágrimas de rabia le recorren los pómulos mientras se refugia en la seguridad de una felicidad pretérita. El puñal le atraviesa el pecho. La muerte la encuentra recordando a un viejo amor.
Un violento borbotón de sangre escapó del cuerpo sin vida de la joven por donde el puñal le había abierto una falsa boca. A la luz de la luna, el líquido asumió un color negro intenso, magnificado, quizá, por el contraste que se había creado cuando éste tocó la grisácea superficie de la máscara de piedra del hercúleo sacerdote.
-¡La máscara absorberá la sangre fresca de esta doncella!- gritó con violencia el sacerdote, fingiendo interés por esa rabiosa masa de fieles que reverberaba a los pies de las escalinatas que conducían hacia el altar de los sacrificios-. ¡La máscara de piedra cobrará vida gracias a la sangre de los vivos!
Otro estallido gutural; el frenesí de la masa. Luego el prodigio y el silencio que entremezclaba el terror con la fascinación. De pronto la máscara de piedra comenzó a moverse, unos tentáculos de hueso emergieron de ella y atravesaron con una velocidad inclemente la cabeza del sacerdote hasta perforarle el cráneo y abrirse paso hacia el cerebro. Todo sucedió ante los atónitos ojos de los fieles que aún no podían creer lo que estaban viendo: el sacerdote, desafiando toda lógica conocida, se mantenía en pie a pesar de las heridas, silencioso, inmóvil, pero en pie. Lo que siguió les bastó a todos para convencerse de que estaban presenciando un prodigio verdadero. El sacerdote había movido la cabeza, la había levantado hacia la luna y le gritaba imprecaciones de superioridad, de autosatisfacción. La multitud fue lentamente asimilando esta nueva realidad, una realidad en la que le mito se constituía en verdad y todas las dudas se disipaban. Ahora todo tenía sentido incluso hasta para el más escéptico de los presentes. Un inmenso hombre lloró abiertamente al saberse parte de algo mucho más grande y trascendente que su propia humanidad, miró a su alrededor y notó que no era el único a quien las lágrimas le habían arrebatado el corazón.
-¡Asombroso!- exclamó un anciano desdentado y de apariencia febril-. ¡Absolutamente asombroso!
-¡Sigue vivo!- agregó un guerrero tuerto con una estúpida sonrisa infantil dibujada sobre su fiero rostro-. ¡Aún después de que las garras de hueso de la máscara le atravesaran la cabeza, sigue vivo!
El rumor de la alegría fue creciendo entre la gente hasta desbordarse en un caudal de risotadas similares a un coro de ranas en tiempo de seca. Hubo abrazos y rezos bajo una luna patéticamente silenciosa.
Caminando unos pasos hasta quedar completamente de frente hacia sus fieles, el sacerdote levantó sus musculosos brazos en señal de victoria. Un terrible dedo índice apuntó hacia esos rostros demenciales.
-¡Por fin he obtenido la vida eterna!-. La voz que escapó por debajo de la máscara de piedra ya no albergaba ningún resabio de humanidad.
Un nuevo brote de frenética algarabía, un cántico estúpido, ignorante del destino que estaba pronto a cernirse sobre sus trágicos cantantes. Sin saber bien por qué, impelido por una fuerza sobrenatural, por un sentido del deber mucho más grande que su propia voluntad, el hombre que hacía unos instantes había roto en llanto se vio a sí mismo acercándose hacia el altar y postrándose sumisamente ante el sacerdote.
-¡Tú!- gritó el enmascarado, haciendo recaer la fuerza de ese dedo índice sobre el recién llegado-. ¿Deseas ser mi fuerza vital?
La pregunta resonó hueca dentro de la cabeza de ese hombre habituado a la matanza. Supo que las palabras del hombre santo sólo constituían una mera formalidad, que ese otro habría de matarlo sea cual fuere su respuesta. Pero esa verdad no le importó. No le importó en lo absoluto, pues su corazón ya se había entregado a ese algo trascendental que movía el hilo de su destino individual como víctima del holocausto y el destino colectivo de destrucción que aleteaba echando sus negras plumas sobre su pueblo maldito. Estaba feliz, realmente feliz por poder ser parte de esa cadena de eventos. Supuso que volvería a emocionarse, que nuevas lágrimas acudirían a sus ojos, pero se contuvo haciendo uso de una voluntad sobrehumana. No era el momento de derramar lágrimas. No era ese líquido el que justificaba el sacrificio.
-¡Sí, mi señor!- asintió sin ningún rastro de temor en esa áspera voz suya.
Muchos siglos después, esta misma entrega habrá de repetirse en un hombre llamado Vanilla Ice, pero esto pertenece al dominio del futuro, un futuro que, curiosamente, había comenzado a escribirse ya en este remoto pasado.
La gigantesca mano del sacerdote tomó del pescuezo al hombre hincado de rodillas a sus pies. Éste sintió la violenta presión de esa tenaza cerrándose cada vez más; antes de que empezara a cerrársele la garganta, la sensación de unos dedos penetrando en su cuello lo llenó de un silencioso espanto. Cayó en la cuenta de que toda la sangre de su cuerpo lo abandonaba, de que le era robada a través de esos dedos invasores. Lo último que vio antes de que sus ojos se entregaran al blanco casi artificial de la muerte fue ese rostro sin expresión de la máscara de piedra.
-¡Puedo sentir su fuerza vital recorriendo por mi cuerpo!- exclamó entre demenciales accesos de risa el sacerdote, sosteniendo aún el cadáver de ese otro, levantándolo por sobre su cabeza como si no pesara nada-. ¡La máscara de piedra me ha dado poderes increíbles!
Y arrojando los restos mortales de ese muerto anónimo hacia el centro de la multitud, lanzó un terrible rugido de gozo hacia la palidez de la luna. Los fieles volvieron a loarlo, celebrando el nacimiento de un nuevo dios entre los hombres. Pero en esos salmos de gloria, una terrible sensación de espanto parecía filtrarse por lo bajo de cada voz.
Durante los siglos XII y XVI, los aztecas reinaron sobre el denominado Imperio del Sol. Al mismo tiempo, otra tribu, corrompida por el poder de una enigmática máscara de piedra, se arrojó hacia la búsqueda desesperada de la vida eterna, de la trascendencia divina. Sin embargo, para cuando el Imperio Azteca fue finalmente sometido por Hernán Cortés y sus hombres, esta otra tribu ya llevaba años desaparecida sin dejar mayores rastros que unas cuantas ruinas cenicientas. ¿Por qué? ¿Qué le sucedió a ese pueblo que supo ser capaz de mirar a la humanidad desde lo alto con desprecio? ¿Qué secretos escondía esa máscara de piedra?
Esta historia intentará echar luz sobre estos misterios; una historia que unirá para siempre el destino de dos hombres.
Ha llegado el momento de que la escuches, de que sepas la verdad. Después de todo, siempre nos llega el momento de volver al lugar al que alguna vez pertenecimos…
(La máscara de Piedra)
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