Se ha hecho esperar, pero aquí está el segundo capítulo de Phantom Blood en versión novela, por Mario Insaurralde.
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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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El siglo XIX se prolongaba como un cuerpo enfermo, una anomalía convulsa, arrastrándose entre columnas y torreones de humo, de vapores residuales, de engranajes en movimiento. Y esos engranajes, que se habían puesto en funcionamiento con la Revolución Industrial, provocando, entre otras cosas, el éxodo de trabajadores agrícolas hacía las cárceles de concreto que constituían las fábricas, entre chirriantes alaridos fríos e inhumanos, iban dándole forma al futuro. En el porvenir, los sueños de riqueza se habrán de entremezclar con el lamento de mujeres, hombres y niños que experimentarán una nueva esclavitud de hollín, de catorce horas sin luz; la pesadilla de Marx y el sueño húmedo de Ford. Así, en esta versión automatizada y europea de la fiebre del oro, la vida se sucedía, encaminándose hacia una inevitable contrautopía cuya sede central, su símbolo, su acabado más perfecto, como enfatizando esa aterradora simetría, sería, por supuesto, la misma América de la fiebre dorada.
Dorados eran también los cabellos de la jovencita que veía con horror cómo su preciosa muñeca de porcelana se elevaba sobre su cabeza, prisionera de una mano oscurecida por el hollín, una mano de niño perdido, una mano condenada al rudo entorno de las fábricas. El propietario de esa mano era, a las claras, un pequeño obrero, pues vestía como ellos, se movía como ellos y (Dios bendito) hasta tenía esa misma expresión de rabiosa locura que ellos (desvaríos propios del envenenamiento por mercurio). Y no estaba solo; otro de esos niños perdidos se había unido poco después del arrebato. La joven e indefensa mujercita intentaba en vano rescatar a la diminuta rehén, razonar con las bestias humanas que se arrojaban una a la otra ese cuerpecito sin expresión. Cuanto más humedecidos se veían esos hermosos ojos verdes, más parecía crecer el fervor animal en el accionar de los dos muchachos.
-¡Devuélvemela!- gritó la joven entre sollozos; había estado a punto de atrapar la muñeca en pleno movimiento, pero una piedra inoportuna le había hecho perder el equilibrio; ahora su cara pálida se teñía de un leve rubor terracota, en parte por la mezcla de sus lágrimas con la tierra, en parte por la frustración que le provocaba estar tan indefensa ante estas criaturas-. ¡Le van a romper un brazo!
Uno de los muchachos lanzó una carcajada rabiosa. No podía explicarlo entonces, así, tan pequeño a pesar de su estatura y su porte, pero se encontró con que el llanto de la muchacha hacía que un calor agradable le recorriera su ennegrecido y sucio cuerpo. Una erección se hizo visible entre los pliegues de su pantalón barato; la disimuló con un rápido movimiento de su mano izquierda. No, no lo sabía entonces, pero tiempo después, ya adolescente, habrá de morir en un prostíbulo, víctima de un juego sexual y sádico, entre espirales de opio y manchas de licor barato.
-¡¿Acaso te lo compró tu papá, Erina?!- preguntó el otro, sosteniendo la muñeca con fuerza, mirándola con cierto resentimiento-. ¡Estúpido señor Pendleton! ¡Debió costarle una fortuna! ¡¿Acaso no es un obrero como nosotros?! ¡Gastando su dinero en estas porquerías!-. Pateó la tierra, algo de ella entró en los ojos de la niña, ahora reconocida como Erina Pendleton, obligándola a lagrimear de nuevo y con más fuerza-. ¡Maldita puerca! ¡Deberían enviarte a trabajar en las fábricas como a nosotros!
El nuevo llanto volvió a excitar al otro muchacho; una idea lasciva saturó su precaria mente.
-¡Vamos a desnudar a la muñeca!-gritó eufórico-. ¡Tal vez por debajo de estas ropas sea como las mujeres de verdad!
Erina entonces comprendió que el horror sólo estaba comenzando. Supo, con la certeza de alguien que intuye que será la protagonista de una tragedia, que al menos uno de los muchachos (aquel de ojos bizcos y enfermizos) no se conformaría con encontrar bajo las telas de la muñeca sólo porcelana fría y sin pintar. No, ese chico seguramente quería más, se las ingeniaría para manipular al otro para que también quisiera más, y entonces sería Erina quien terminaría desnuda sobre la tierra, a pesar de toda su resistencia. Y la cumbre del terror fue el saber que su desnudez sólo sería el preámbulo para algo mucho más oscuro, algo que ella no entendía del todo (“un juego, sólo un juego que tu papá y yo jugamos de cuando en cuando” le había dicho su madre cuando aún estaba viva, en una noche de infancia en la que ella se había asustado por una tormenta y había irrumpido corriendo en la habitación de sus padres. Un juego, claro, pero no debía de ser uno muy bueno, a juzgar por la rapidez con que sus padres habían cubierto sus partes con las sábanas). Quería pelear, defenderse, hacer algo… pero sólo pudo echarse a llorar, víctima de una angustia asfixiante.
-¡Erina la llorona!- exclamó el que sostenía la muñeca, sin prestar atención a la lujuria en los ojos de su compañero.
¡Ayuda! Su alma gritaba en silencio. ¡Pobre Erina! ¿Cómo había pasado esto? Lo que tendría que haber sido una tarde agradable de juegos con Lady Gaga (el nombre que le había puesto a su muñeca), se había convertido en una escena de pesadillas. ¿Acaso nadie vendría a salvarla? Su padre siempre le decía que ella era una princesa, entonces, ¿por qué no aparecía ningún príncipe en su auxilio? Cuando la mano temblorosa del muchacho bizco acarició con ansiosa timidez sus dorados bucles, supo que estaba sola, que los príncipes no existían, que…
-¡Basta!
La voz enfurecida de un niño se elevó por sobre toda la escena. El joven bizco y el que sostenía la muñeca se volvieron para ver quién era el intruso insolente que venía a perturbar su diversión. Parado sobre el muro que los había mantenido protegidos de las miradas de los curiosos, pudieron ver a un niño corpulento de rostro agradable a pesar de la fiereza de su mirada, y de cabellos castaños y crespos. Por la limpieza de su piel y el delicado corte de su traje azul, la evidente tersura de su saco lleno de borlas y la tirantez de su moño rojo, no quedaban dudas de que ese niño jamás había pisado una fábrica en su vida.
-¡¿Y este pelmazo quién es?!- preguntó terriblemente molesto el joven bizco; la excitación se había esfumado, dando paso a una rabia asesina-. ¡¿Acaso eres un amigo de Erina?!
El muchacho saltó del muro, caminó con paso firme hacia los otros dos. Erina lo contempló con los ojos abiertos de asombro. Era un príncipe, ¡un príncipe de verdad había venido en su ayuda!
-No conozco a la señorita- respondió el joven, y por debajo de su firmeza parecía asomarse una mentira-. ¡Pero no dejaré que se abusen de ella! ¡¿Acaso no son hombres?! ¡¿Qué clase de hombre se aprovecharía así de una dama?! ¡Devuélvanle la muñeca!
“Dama”, el príncipe la había llamado así. Por alguna razón esa simple palabra le bastó para ruborizarle las mejillas, esta vez no con rabia y frustración, sino con algo más, algo tierno, algo agradable, algo similar a aquello sentido cuando su padre la llamaba “princesa”… similar, pero no del todo igual.
El “príncipe” se abalanzó sobre el que sostenía la muñeca, derribándolo de un topetazo, luego se volvió hacia el muchacho bizco para acertarle un puñetazo a la altura de las costillas. El joven obrero retrocedió unos pasos, producto del golpe, mas logró mantenerse en pie y esbozar una sonrisa turbia.
-¡¿Salvando a una damisela en apuros?!- preguntó el bizco; la sonrisa había desaparecido de sus labios y sólo quedaba en él una aterradora expresión asesina-. ¡Odio a la gente como tú!-. Y arrojándose sobre el muchacho agregó:- ¡Mira cómo acabo con tu heroísmo!
Y sin decir más, golpeó al muchacho con ambas manos entrelazadas, en forma de martillo, a la altura de la nuca, derribándolo sobre el suelo. Erina volvió a sentir miedo, no por ella, sino por el “príncipe”; en los cuentos jamás se mencionaba la parte en la que el héroe recibía una golpiza.
-¡Uggh!-. El muchacho intentó ponerse en pie, mas un puntapié en el estómago lo volvió a tumbar; era el otro obrero, uniéndose a la batalla.
-¡Ja!- rió el ejecutor de la patada-. ¡Este chico es un inútil! ¡Esto es divertido!- continuó entre carcajadas-. ¡De héroe a mierda en menos de un segundo! ¡Hey!- se volvió hacia su compañero, gesticulando demasiado, apuntando al caído con el dedo índice-. ¿Conoces a este perdedor?
-No me suena…- respondió el otro sin quitarle los ojos de encima al muchacho caído: el hilillo de sangre que descendía de su nariz parecía fascinarle… Rojo… rojo-. ¡Tal vez sea el hijo de los Joestar!
“Los Joestar”, pensó Erina, presa de una auténtica atracción confusa. Había oído algo sobre los Joestar, sobre su fortuna imposible, sobre una muerte trágica… Acaso… ¿Acaso el príncipe era de tan distinguido linaje? Debía de serlo, después de todo… era un príncipe.
El joven logró finalmente ponerse de pie. Tosiendo expulsó algo… un coágulo de sangre.
-¡Uggh!-. Esto era humillante, realmente humillante. No podía estarle pasando esto. En su cabeza había ensayado la escena miles de veces. Esa niña, siempre esa niña, se encontraba en peligro y él llegaba justo a tiempo para salvarla. Entonces le daba una paliza a los facinerosos y podía, al fin, confesarle su amor. Porque a sus trece años de edad, para él eso era el amor; un ideal, algo mágico… Pero he aquí que la realidad le demostraba otra cosa. Allí estaba él, frente a la niña de sus sueños; expulsando sangre espesa. Debía corregir eso…
-¡Odio a esos ricos arrogantes!- exclamó uno de los sujetos, señalando hacia la Mansión Joestar, que podía verse, colina abajo desde donde ellos estaban-. ¡Si es uno de los Joestar te juro que le rompo todos los dientes!
Corregir… corregir… corregir eso.
El joven extrajo de su bolsillo un delicado pañuelo de seda blanca. En exquisitas letras doradas se podía leer lo siguiente: “Jonathan Joestar”.
-¡Mira!- gritó el muchacho bizco, el más propenso a la violencia, señalando hacia el dorado bordado-. ¡Realmente es el hijo de los Joestar!
Corregir… corregir… co…
Todo fue vertiginoso: primero los golpes en la boca del estómago, luego el rodillazo en el mentón; otra vez el suelo, una lluvia de patadas y… los insultos, realmente los insultos eran lo peor. Porque los golpes podían doler, pero los insultos lo humillaban frente a… frente a ella.
-¡Maldición! ¡¿Te crees especial, eh?!
Más y más patadas.
-¡Toma esto!
-¡Deberías quedarte en tu casa, niño rico!
Golpes, sangre, el llanto de la joven y por sobre todo eso… ¿el sonido de un carruaje?
-O… ¡Oye, Joey!- gritó el menos agresivo de los muchachos-. ¡Alguien viene! ¡Podría ser la policía! ¡Ya déjalo, no quiero tener problemas con la policía! ¡Mi padre me mataría!
El otro se volvió hacia su compañero con una mirada asesina en los ojos. Quería matar a ese asqueroso muchacho, es más, quería incluso matar a su amigo; quería eliminar todo aquello que lo alejara del misterio que se escondía bajo las faldas de la niña rubia… Pero… no, definitivamente no quería problemas con la policía. La poca razón que conservaba se lo hizo saber.
-¡Dale gracias a Marky y a la policía, maldito ricachón!- le gritó al joven Joestar; y dándole una última patada en las costillas, se unió a su amigo en la fuga.
El príncipe…
-¡Ugh!-. Esto estaba mal, terriblemente mal. El cuerpo le temblaba, le habían quebrado el orgullo y ella… ella se acercaba a él con los ojos cargados de lástima. Se sentía un pobre diablo, una escoria, un fracasado. Cuando la mano de la joven tocó su hombro, un rubor caliente se adueñó de su cara. Confuso, irritado, apartó el hombro con violencia-. ¡Vete!-. Aunque realmente quería que se quedara, que lo abrazara muy fuertemente-. ¡No me he metido para que me prestaras atención!- Otra mentira.
Erina miró al príncipe con los ojos sorprendidos, sin poder reaccionar, sin atreverse a decir nada. ¿Por qué entonces se había metido en la pelea sino era para salvarla?
-¡Fue porque soy un caballero!- gritó él, arrojando el pañuelo ensangrentado sobre el pasto que oficiaba como principio de la colina; respondiendo, aunque falsamente, a la pregunta mental de Erina-. ¡Los caballeros no podemos ignorar a una dama que necesita ayuda, debemos ser valientes incluso en desventaja!-. Y girándose, incapaz de mirarla, terriblemente herido en su corazón, dispuesto a resignar ese amor, sintiéndose indigno de tal sentimiento, pero como aún demasiado orgulloso como para reconocerlo en voz alta agregó:- ¡Algún día ganaré!
Y sin decir más, se alejó, sintiendo cómo el corazón parecía rompérsele a pedazos. Y es que, a los trece años de edad, todo es verdadero, tan ideal… Y el amor, el amor para él era eso…
-Jonathan Joestar- dijo Erina en voz alta, tomando el pañuelo sucio del suelo, ruborizada y sin entender el por qué de esa agitación que dominaba su pecho-. ¿Por qué?... ¿Por qué sacaste tu pañuelo?
Y lo contempló hasta que el muchacho desapareció, bajando la loma. Estaba claro que no le hubiesen dado una paliza tan severa si no hubiera sacado ese pañuelo (de hecho, si no se aparecía para salvarla, no hubiese recibido paliza alguna, variante que hacía sentir a Erina muy culpable, aunque feliz al mismo tiempo de que no se hubiera dado de esa forma), pero… pero a lo mejor eso era un requisito de los caballeros…
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Continuará...
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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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El siglo XIX se prolongaba como un cuerpo enfermo, una anomalía convulsa, arrastrándose entre columnas y torreones de humo, de vapores residuales, de engranajes en movimiento. Y esos engranajes, que se habían puesto en funcionamiento con la Revolución Industrial, provocando, entre otras cosas, el éxodo de trabajadores agrícolas hacía las cárceles de concreto que constituían las fábricas, entre chirriantes alaridos fríos e inhumanos, iban dándole forma al futuro. En el porvenir, los sueños de riqueza se habrán de entremezclar con el lamento de mujeres, hombres y niños que experimentarán una nueva esclavitud de hollín, de catorce horas sin luz; la pesadilla de Marx y el sueño húmedo de Ford. Así, en esta versión automatizada y europea de la fiebre del oro, la vida se sucedía, encaminándose hacia una inevitable contrautopía cuya sede central, su símbolo, su acabado más perfecto, como enfatizando esa aterradora simetría, sería, por supuesto, la misma América de la fiebre dorada.
Dorados eran también los cabellos de la jovencita que veía con horror cómo su preciosa muñeca de porcelana se elevaba sobre su cabeza, prisionera de una mano oscurecida por el hollín, una mano de niño perdido, una mano condenada al rudo entorno de las fábricas. El propietario de esa mano era, a las claras, un pequeño obrero, pues vestía como ellos, se movía como ellos y (Dios bendito) hasta tenía esa misma expresión de rabiosa locura que ellos (desvaríos propios del envenenamiento por mercurio). Y no estaba solo; otro de esos niños perdidos se había unido poco después del arrebato. La joven e indefensa mujercita intentaba en vano rescatar a la diminuta rehén, razonar con las bestias humanas que se arrojaban una a la otra ese cuerpecito sin expresión. Cuanto más humedecidos se veían esos hermosos ojos verdes, más parecía crecer el fervor animal en el accionar de los dos muchachos.
-¡Devuélvemela!- gritó la joven entre sollozos; había estado a punto de atrapar la muñeca en pleno movimiento, pero una piedra inoportuna le había hecho perder el equilibrio; ahora su cara pálida se teñía de un leve rubor terracota, en parte por la mezcla de sus lágrimas con la tierra, en parte por la frustración que le provocaba estar tan indefensa ante estas criaturas-. ¡Le van a romper un brazo!
Uno de los muchachos lanzó una carcajada rabiosa. No podía explicarlo entonces, así, tan pequeño a pesar de su estatura y su porte, pero se encontró con que el llanto de la muchacha hacía que un calor agradable le recorriera su ennegrecido y sucio cuerpo. Una erección se hizo visible entre los pliegues de su pantalón barato; la disimuló con un rápido movimiento de su mano izquierda. No, no lo sabía entonces, pero tiempo después, ya adolescente, habrá de morir en un prostíbulo, víctima de un juego sexual y sádico, entre espirales de opio y manchas de licor barato.
-¡¿Acaso te lo compró tu papá, Erina?!- preguntó el otro, sosteniendo la muñeca con fuerza, mirándola con cierto resentimiento-. ¡Estúpido señor Pendleton! ¡Debió costarle una fortuna! ¡¿Acaso no es un obrero como nosotros?! ¡Gastando su dinero en estas porquerías!-. Pateó la tierra, algo de ella entró en los ojos de la niña, ahora reconocida como Erina Pendleton, obligándola a lagrimear de nuevo y con más fuerza-. ¡Maldita puerca! ¡Deberían enviarte a trabajar en las fábricas como a nosotros!
El nuevo llanto volvió a excitar al otro muchacho; una idea lasciva saturó su precaria mente.
-¡Vamos a desnudar a la muñeca!-gritó eufórico-. ¡Tal vez por debajo de estas ropas sea como las mujeres de verdad!
Erina entonces comprendió que el horror sólo estaba comenzando. Supo, con la certeza de alguien que intuye que será la protagonista de una tragedia, que al menos uno de los muchachos (aquel de ojos bizcos y enfermizos) no se conformaría con encontrar bajo las telas de la muñeca sólo porcelana fría y sin pintar. No, ese chico seguramente quería más, se las ingeniaría para manipular al otro para que también quisiera más, y entonces sería Erina quien terminaría desnuda sobre la tierra, a pesar de toda su resistencia. Y la cumbre del terror fue el saber que su desnudez sólo sería el preámbulo para algo mucho más oscuro, algo que ella no entendía del todo (“un juego, sólo un juego que tu papá y yo jugamos de cuando en cuando” le había dicho su madre cuando aún estaba viva, en una noche de infancia en la que ella se había asustado por una tormenta y había irrumpido corriendo en la habitación de sus padres. Un juego, claro, pero no debía de ser uno muy bueno, a juzgar por la rapidez con que sus padres habían cubierto sus partes con las sábanas). Quería pelear, defenderse, hacer algo… pero sólo pudo echarse a llorar, víctima de una angustia asfixiante.
-¡Erina la llorona!- exclamó el que sostenía la muñeca, sin prestar atención a la lujuria en los ojos de su compañero.
¡Ayuda! Su alma gritaba en silencio. ¡Pobre Erina! ¿Cómo había pasado esto? Lo que tendría que haber sido una tarde agradable de juegos con Lady Gaga (el nombre que le había puesto a su muñeca), se había convertido en una escena de pesadillas. ¿Acaso nadie vendría a salvarla? Su padre siempre le decía que ella era una princesa, entonces, ¿por qué no aparecía ningún príncipe en su auxilio? Cuando la mano temblorosa del muchacho bizco acarició con ansiosa timidez sus dorados bucles, supo que estaba sola, que los príncipes no existían, que…
-¡Basta!
La voz enfurecida de un niño se elevó por sobre toda la escena. El joven bizco y el que sostenía la muñeca se volvieron para ver quién era el intruso insolente que venía a perturbar su diversión. Parado sobre el muro que los había mantenido protegidos de las miradas de los curiosos, pudieron ver a un niño corpulento de rostro agradable a pesar de la fiereza de su mirada, y de cabellos castaños y crespos. Por la limpieza de su piel y el delicado corte de su traje azul, la evidente tersura de su saco lleno de borlas y la tirantez de su moño rojo, no quedaban dudas de que ese niño jamás había pisado una fábrica en su vida.
-¡¿Y este pelmazo quién es?!- preguntó terriblemente molesto el joven bizco; la excitación se había esfumado, dando paso a una rabia asesina-. ¡¿Acaso eres un amigo de Erina?!
El muchacho saltó del muro, caminó con paso firme hacia los otros dos. Erina lo contempló con los ojos abiertos de asombro. Era un príncipe, ¡un príncipe de verdad había venido en su ayuda!
-No conozco a la señorita- respondió el joven, y por debajo de su firmeza parecía asomarse una mentira-. ¡Pero no dejaré que se abusen de ella! ¡¿Acaso no son hombres?! ¡¿Qué clase de hombre se aprovecharía así de una dama?! ¡Devuélvanle la muñeca!
“Dama”, el príncipe la había llamado así. Por alguna razón esa simple palabra le bastó para ruborizarle las mejillas, esta vez no con rabia y frustración, sino con algo más, algo tierno, algo agradable, algo similar a aquello sentido cuando su padre la llamaba “princesa”… similar, pero no del todo igual.
El “príncipe” se abalanzó sobre el que sostenía la muñeca, derribándolo de un topetazo, luego se volvió hacia el muchacho bizco para acertarle un puñetazo a la altura de las costillas. El joven obrero retrocedió unos pasos, producto del golpe, mas logró mantenerse en pie y esbozar una sonrisa turbia.
-¡¿Salvando a una damisela en apuros?!- preguntó el bizco; la sonrisa había desaparecido de sus labios y sólo quedaba en él una aterradora expresión asesina-. ¡Odio a la gente como tú!-. Y arrojándose sobre el muchacho agregó:- ¡Mira cómo acabo con tu heroísmo!
Y sin decir más, golpeó al muchacho con ambas manos entrelazadas, en forma de martillo, a la altura de la nuca, derribándolo sobre el suelo. Erina volvió a sentir miedo, no por ella, sino por el “príncipe”; en los cuentos jamás se mencionaba la parte en la que el héroe recibía una golpiza.
-¡Uggh!-. El muchacho intentó ponerse en pie, mas un puntapié en el estómago lo volvió a tumbar; era el otro obrero, uniéndose a la batalla.
-¡Ja!- rió el ejecutor de la patada-. ¡Este chico es un inútil! ¡Esto es divertido!- continuó entre carcajadas-. ¡De héroe a mierda en menos de un segundo! ¡Hey!- se volvió hacia su compañero, gesticulando demasiado, apuntando al caído con el dedo índice-. ¿Conoces a este perdedor?
-No me suena…- respondió el otro sin quitarle los ojos de encima al muchacho caído: el hilillo de sangre que descendía de su nariz parecía fascinarle… Rojo… rojo-. ¡Tal vez sea el hijo de los Joestar!
“Los Joestar”, pensó Erina, presa de una auténtica atracción confusa. Había oído algo sobre los Joestar, sobre su fortuna imposible, sobre una muerte trágica… Acaso… ¿Acaso el príncipe era de tan distinguido linaje? Debía de serlo, después de todo… era un príncipe.
El joven logró finalmente ponerse de pie. Tosiendo expulsó algo… un coágulo de sangre.
-¡Uggh!-. Esto era humillante, realmente humillante. No podía estarle pasando esto. En su cabeza había ensayado la escena miles de veces. Esa niña, siempre esa niña, se encontraba en peligro y él llegaba justo a tiempo para salvarla. Entonces le daba una paliza a los facinerosos y podía, al fin, confesarle su amor. Porque a sus trece años de edad, para él eso era el amor; un ideal, algo mágico… Pero he aquí que la realidad le demostraba otra cosa. Allí estaba él, frente a la niña de sus sueños; expulsando sangre espesa. Debía corregir eso…
-¡Odio a esos ricos arrogantes!- exclamó uno de los sujetos, señalando hacia la Mansión Joestar, que podía verse, colina abajo desde donde ellos estaban-. ¡Si es uno de los Joestar te juro que le rompo todos los dientes!
Corregir… corregir… corregir eso.
El joven extrajo de su bolsillo un delicado pañuelo de seda blanca. En exquisitas letras doradas se podía leer lo siguiente: “Jonathan Joestar”.
-¡Mira!- gritó el muchacho bizco, el más propenso a la violencia, señalando hacia el dorado bordado-. ¡Realmente es el hijo de los Joestar!
Corregir… corregir… co…
Todo fue vertiginoso: primero los golpes en la boca del estómago, luego el rodillazo en el mentón; otra vez el suelo, una lluvia de patadas y… los insultos, realmente los insultos eran lo peor. Porque los golpes podían doler, pero los insultos lo humillaban frente a… frente a ella.
-¡Maldición! ¡¿Te crees especial, eh?!
Más y más patadas.
-¡Toma esto!
-¡Deberías quedarte en tu casa, niño rico!
Golpes, sangre, el llanto de la joven y por sobre todo eso… ¿el sonido de un carruaje?
-O… ¡Oye, Joey!- gritó el menos agresivo de los muchachos-. ¡Alguien viene! ¡Podría ser la policía! ¡Ya déjalo, no quiero tener problemas con la policía! ¡Mi padre me mataría!
El otro se volvió hacia su compañero con una mirada asesina en los ojos. Quería matar a ese asqueroso muchacho, es más, quería incluso matar a su amigo; quería eliminar todo aquello que lo alejara del misterio que se escondía bajo las faldas de la niña rubia… Pero… no, definitivamente no quería problemas con la policía. La poca razón que conservaba se lo hizo saber.
-¡Dale gracias a Marky y a la policía, maldito ricachón!- le gritó al joven Joestar; y dándole una última patada en las costillas, se unió a su amigo en la fuga.
El príncipe…
-¡Ugh!-. Esto estaba mal, terriblemente mal. El cuerpo le temblaba, le habían quebrado el orgullo y ella… ella se acercaba a él con los ojos cargados de lástima. Se sentía un pobre diablo, una escoria, un fracasado. Cuando la mano de la joven tocó su hombro, un rubor caliente se adueñó de su cara. Confuso, irritado, apartó el hombro con violencia-. ¡Vete!-. Aunque realmente quería que se quedara, que lo abrazara muy fuertemente-. ¡No me he metido para que me prestaras atención!- Otra mentira.
Erina miró al príncipe con los ojos sorprendidos, sin poder reaccionar, sin atreverse a decir nada. ¿Por qué entonces se había metido en la pelea sino era para salvarla?
-¡Fue porque soy un caballero!- gritó él, arrojando el pañuelo ensangrentado sobre el pasto que oficiaba como principio de la colina; respondiendo, aunque falsamente, a la pregunta mental de Erina-. ¡Los caballeros no podemos ignorar a una dama que necesita ayuda, debemos ser valientes incluso en desventaja!-. Y girándose, incapaz de mirarla, terriblemente herido en su corazón, dispuesto a resignar ese amor, sintiéndose indigno de tal sentimiento, pero como aún demasiado orgulloso como para reconocerlo en voz alta agregó:- ¡Algún día ganaré!
Y sin decir más, se alejó, sintiendo cómo el corazón parecía rompérsele a pedazos. Y es que, a los trece años de edad, todo es verdadero, tan ideal… Y el amor, el amor para él era eso…
-Jonathan Joestar- dijo Erina en voz alta, tomando el pañuelo sucio del suelo, ruborizada y sin entender el por qué de esa agitación que dominaba su pecho-. ¿Por qué?... ¿Por qué sacaste tu pañuelo?
Y lo contempló hasta que el muchacho desapareció, bajando la loma. Estaba claro que no le hubiesen dado una paliza tan severa si no hubiera sacado ese pañuelo (de hecho, si no se aparecía para salvarla, no hubiese recibido paliza alguna, variante que hacía sentir a Erina muy culpable, aunque feliz al mismo tiempo de que no se hubiera dado de esa forma), pero… pero a lo mejor eso era un requisito de los caballeros…
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Continuará...
Es increible lo que se puede hacer con tan poco
ResponderEliminarA Mauro le gusta recrearse en cada detalle. Una novela permite dar mucha más información sobre sentimientos y sensaciones que un comic o una película.
ResponderEliminarMe gustó un tanto, más por el toque del nombre de la muñeca (me pareció gracioso, algo que quizás Araki hubiese hecho). Aunque simplemente encuentro una falla. Aquí se comenta que Jonathan protegió a Erina por un ideal infantil que llevaría al amor, cosa que no fue cierta. Era notable que desde su muy corta edad, los ideales de Jonathan eran volverse un hombre de bien, un caballero, tal como su linaje lo demandaba. Con la madurez que se muestra a lo largo de la serie, no me cuesta pensar que pensaba de tal manera desde pequeño y que por tanto su lucha no fue con los fines explicados en el texto.
ResponderEliminarEntiendo que algunos estuviesen en mi contra, pero como fiel seguidor de JoJo preferiría que no se cambiasen esos detalles. Los detalles a la larga pueden cambiar la historia.
Gracias por el comentario, Ryou.
ResponderEliminarComparto tu punto de vista. Pero pienso que la interpretación de Mauro tampoco es incompatible con lo que dices, no en vano, todo caballero tiene una dama y si bien Jonathan no pudo enamorarse sólo a través de este primer encuentro, está claro que no olvidó a la chica, pues la recordó cuando se volvieron a ver y ella le devuelvió el pañuelo. Aunque su mayor preocupación fuera hacerse fuerte para luchar contra las injusticias, es posible que ya sintiera que Erina sería especial para él.
De todos modos, paso tu comentario al autor por si él quiere comentar contigo más a fondo este punto.
Ryou. Mauro no tiene perfil en blogger para responderte directamente, pero me ha autorizado a transmitirte sus palabras:
ResponderEliminar"Eh, sí, pero si quería darle profundidad psicológica, tenía que inventarme una excusa. Igualmente, estoy realizando una "adaptación", no voy a ser ni muy fiel ni a salirme demasiado del eje. Ahora, ¿desde cuándo estar enamorado puede ser contrario a tener un ideal de caballerosidad? Sinceramente no me parece que eso vaya a determinar el carácter de Jonathan. Además, psicológicamente, Jonathan podría tener esa afinidad y necesidad de proteger mujeres por el simple hecho de carecer de una madre (y por extensión por un deseo de salvar a quien no pudo salvar, una culpa heredada), pero no quise explorar esa vertiente..."
Ya veo... pues que ves, me has convencido. Nunca dije que estar enamorado sea contrario a un ideal de caballerosidad, simplemente al menos por mi parte no detecté esa posibilidad a simple vista, algo que en el manga no estuvo presente, pero que como dijo D.Maula no es incompatible con la historia original. Nunca dije que no me gustó, solo lo encontré fuera, pero con tus argumentos me has demostrado lo contrario, y ahora lo tomo como una posibilidad, a pesar de que no estuvo en el canon de la historia. Me agrada totalmente como va la novelización, mis aplausos para tí Mauro. Y tu también llevas crédito D.Maula, por compartir esto y hacer uno de los mejores sitios JoJo que he visto hasta ahora.
ResponderEliminarPor cierto Mauro, ¿hasta que punto crees que podrías seguir la historia? Ya que me muero de ganas de leer la parte 2, Joseph es mi JoJo favorito, jeje.