Mauro Insaurralde continúa novelando el comienzo de la saga, en castellano. Os dejo con este primer capítulo que profundiza en algunos personajes bastante más que el manga.
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
Inglaterra, 1880
Desde el interior de una ruinosa cabaña, recostado sobre un desvencijado camastro, un anciano se convulsionaba en un acceso de tos que amenazaba con hacerle vomitar sus propios pulmones. Su calva cabeza rebotaba contra la almohada como un triste péndulo en posición vertical. Por sobre la arrugada piel de la frente se derramaban sin el menor disimulo unos espesos y brillantes hilillos de transpiración que descendían por unos pómulos redondeados hasta mojar una barba blanca y mal recortada. Por momentos el anciano intentaba ponerse en pie con un patetismo que recordaba a esas moscas atrapadas en frascos que se empecinan en seguir volando sin cesar en busca de una salida imposible hasta morir estrelladas contra un horizonte de cristal, en pleno vuelo.
-¡Dio!- gritó el anciano con una voz ronca, mientras podía hacerlo, antes de que un nuevo acceso de tos le arrebatara la garganta. Abría la boca enormemente, revelando su poco poblada dentadura amarillenta.-. ¿Puedes oírme?
Otro ataque de tos, esta vez más violento aún que los anteriores. El anciano se dobló sobre su propio pecho, arrugando con el puño contraído la parte de su camisa que reposaba a la altura del corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas, éstas se confundieron con el sudor en una sola mezcla de temor y resignación.
-Dio…- alcanzó a susurrar mientras estiraba una mano enfermiza, temblorosa y llena de pústulas hacia algún lugar de la habitación-. ¡Ven aquí!-. Más de esa tos espantosa-. ¿Me oyes, Dio…?
En la trayectoria de esa mano moribunda, frente a la ventana frontal de la cenicienta vivienda, se hallaba un sillón antiguo, dándole la espalda a las súplicas del anciano. Sobre el asiento reposaba un adolescente de trece años de extrema belleza, vestido con una camisa blanca, unos pantalones color caqui con tiradores negros y unos zapatos de cuero de un marrón oscuro. En su mano derecha sostenía un grueso volumen de la novela Gorgeous Irene a la cual sus verdes ojos como esmeraldas llameantes le prestaban toda su atención, sin siquiera reparar en el anciano moribundo a sus espaldas. La luz de la luna que se filtraba por la ventana le confería un brillo especial a sus dorados cabellos y a la palidez delicada de su piel.
-Dio- volvió a llamar el anciano en un hilillo de voz que no tardó en truncarse por intervención de la tos.
El muchacho cerró violentamente el libro; un suspiro largo y cansino dejó al descubierto que cualquier intento de ignorar a ese vejestorio molesto se había vuelto inútil. Cerró los ojos, pensó en algo lejano, los volvió a abrir y, aún con el libro en la mano, se dirigió hacia la cama donde el viejo temblaba de dolor.
-¿Necesitas medicina, viejo?-. La voz salió acompañada de un dejo profundo de hastío; en el pasado había sabido disimular el desprecio que esa cosa antigua y decrépita que alguna vez supo ser un hombre le provocaba, pero la falsa misericordia y la piedad barata se habían ido esfumando casi juntamente con la salud del anciano.
-No… medicina no…-. Los ojos del anciano giraron sobre sus cuencas con visibles señales de terror; había algo en la palabra “medicina”, una suerte de significado oculto demasiado espantoso hasta como para pensarlo, que lo ponía visiblemente incómodo-. Dio… tengo que…-. Tos, espantosa, dolorosa, inclemente-. Tengo que decirte algo. No me queda mucho tiempo…-. Detrás de la tragedia que encerraba este enunciado, el anciano dejó traslucir un débil destello de alivio, para bien o para mal, todo acabaría en cuestión de tiempo. Y ese tiempo en cuestión parecía ser más breve de lo pensado-. Me estoy muriendo.
Nada. No hubo ni el menor cambio en el rostro del muchacho. Sí, sabía que esa masa de carne débil y convulsa sobre la cama se estaba muriendo. Sí, sabía que el moribundo no era otro que su padre. Pero por sobre esas dos cosas, sabía algo más: odiaba a ese vejestorio casi tanto como a su pobreza. Anciano estúpido… ¿Qué le importaba a él su patético final?
.Me preocupa tu futuro tras mi muerte- dijo el padre, sacando una mano enferma que había permanecido oculta bajo las sábanas; en ella sostenía un arrugado sobre de aspecto malogrado. Un ligero atisbo de curiosidad azotó el rostro del joven, pero en menos de un segundo volvió a asumir esa expresión de apatía absoluta-. Dio, cuando muera, ve a la dirección que figura en este sobre-. Tos, horrenda tos-. Búscalo, Dio, busca al hombre de…-. Una tos que parecía desgarrarle la garganta con cuchillos de barbero; por momentos era como si el tiempo se detuviera y esos cuchillos quedaran suspendidos en el éter, para que luego la corriente temporal volviera a fluir normalmente y esos cuchillos se incrustaran de manera perversa sobre el anciano (y todo esto, creía, no duraba más de cinco segundos y luego se repetía)-. Búscalo, él… está en deuda conmigo. Él se encargará de ti por el resto de tu vida…
Nada. Aunque era tentador indagar en los delirios del viejo, Dio prefirió seguir así, sin demostrar absolutamente nada.
-¡Me debe mucho!- exclamó el anciano, casi furioso-. Fue en un día muy lluvioso de 1868, hace doce años…
Y entre la carraspera y el dolor, el anciano evocó los recuerdos de ese pasado…
El estrepitoso sonido de algo cayendo por la pendiente hace saltar a Dario Brando hasta el punto de casi perder el sombrero. Ha estado bebiendo y apesta a alcohol, pero aún así sus oídos están lo suficientemente alerta como para percibir el estruendo por sobre el rumor elemental de la lluvia. A su lado, la joven y hermosa mujer que fuera vendida por sus padres para convertirse en la esposa de este despreciable hombre casi desdentado intenta hacer callar al bebé que han engendrado, el bebé que ella ha llamado Dio, que llora desconsoladamente en brazos de su desdichada madre.
-¡Hazlo callar!- grita Dario Brando. Como el niño no muestra intención de refrenar sus lágrimas, el hombre se levanta de su asiento con paso errático, tambaleándose un poco y le da un sonoro bofetón a la joven mujer. Ésta no llora, ha dejado de hacerlo hace mucho tiempo, más o menos en el preciso instante en que aceptó que ya no había adónde escapar; estaba atada de por vida a ese monstruo, centavo por centavo era suya, entonces, ¿para qué derramar lágrimas si carecían de valor alguno? No, no llorará. Se quedará allí, mirándolo con ojos vacíos, sintiendo cómo la piel de su mejilla se va hinchando al tiempo que va tomando temperatura-. ¡Haz callar a ese mocoso!
Dario Brando amenaza con golpear al niño; éste deja de llorar súbitamente y abre los ojos, dos pequeñas esmeraldas se clavan con frialdad sobre el rostro de su progenitor. Tal vez sea producto del alcohol en su organismo, o algo más primitivo y siniestro… Dario Brando ve en esa mirada el desprecio infinito de un monstruo dispuesto a matarlo sin el menor rastro de piedad. Retrocede unos pasos, menea la cabeza e intenta convencerse de que todo está en su mente. Farfulla algo, les da la espalda a esos extraños que conforman su familia.
-Voy a investigar qué fue ese ruido- dice, con una fingida voz de autoridad-. Deja a ese llorón ahí y vente conmigo.
Ella besa la frente delicada del niño, éste le regala una inocente sonrisa, quizá una de las pocas sonrisas auténticas que Dio Brando tendrá en toda su vida. Cuando la madre se aleja, el niño vuelve a romper en llanto. A ella se le parte el corazón, pero no se vuelve siquiera a mirarlo. Debe acompañar a su dueño, su vida está atada a ese ser despreciable al que llama “esposo”.
Cuando la muchacha logra divisar a su marido, éste se encuentra mirando hacia el fondo del precipicio con una atolondrada expresión similar a la de un niño retrasado que juega con un ave moribunda. La joven se reúne con él y acompaña con la mirada hacia el lugar que ocupa su atención. Una inmensa “O” se dibuja en el rostro de la mujer, lo que ve le devuelve algo a su semblante hasta ese entonces carente de emociones: la capacidad de asombro.
Tumbado al fondo de la pendiente se puede ver un majestuoso carruaje; el camino ha cedido por la lluvia y el vehículo descansa de manera antinatural con su lado izquierdo al aire, recibiendo sin posibilidad de escape el relamido perverso de la fría lluvia.
-¡Mira, mujer, mira!- grita entre carcajadas el borracho; le brillan los ojos de una manera siniestra-. ¡Un accidente!
Lo que sigue a continuación hace crecer la “O” en el rostro de la muchacha hasta casi desencajarle la mandíbula. Está mirando a su esposo (quizá por primera vez en mucho tiempo, pues desde que ha aprendido a ignorarlo, ni siquiera le ha dedicado una mirada en los escasos momentos de intimidad amatoria- ese remedo patético de coito con olor a alcohol y lapsos de frustración sexual que acababan siempre en insultos y golpes-); éste está bajando por la pendiente con una agilidad nunca antes vista en un borracho.
-¡Hey, es peligroso! ¡No te metas en esto!-. Cuando las palabras brotan de su boca, se sorprende. No puede creer que esté demostrando interés por ese hombre al que no ama. Pero, ¿es este interés alimentado por algún resabio de afecto o responde a algo más? Y sí, seguramente exista algún motivo mucho más profundo. Quizá sea el miedo a quedarse sola con un niño en un mundo incierto; después de todo, ese hombre, aunque repugnante, constituye su única fuente de ingresos (en su mente se lamenta haber nacido pobre, de no haber tenido la oportunidad de estudiar, de estar atrapada en un espiral de miserias); no ha conocido a otro hombre además del suyo, quién sabe si los demás no resultaran ser peores. Piensa en el niño que ha de estar llorando en su cuna andrajosa; una punzada oprime su corazón, vuelve a centrar la mirada en ese hombre del cual depende todo su futuro.
-¡Idiota!- exclama Dario Brando, igual de sorprendido ante el súbito interés demostrado por su esposa hacia su persona- ¡Es el carruaje de una familia rica! ¡Algo habrá para nuestro provecho en esas ruinas!
“Nuestro provecho” retumba en la cabeza de la mujer, recalcándole que tanto ella como su pequeño hijo dependen de ese hombre que ahora la ignora desde el fondo de la pendiente; esa especie de rata humana que escarba entre los restos de un naufragio en pleno barro, bajo las lágrimas de quién sabe qué dios ancestral y depresivo.
-¡Por los mil infiernos!-. Los ojos de Dario Brando intentan abrirse lo más posible como para abarcar en su totalidad aquello tan sorprendente que están viendo. Entre los rayos resquebrajados y filosos de una de las inmensas ruedas que se han desprendido del carruaje se encuentra ensartado el cuerpo de un hombre joven vestido a la usanza de los empleados de las familias ricas. Se trata, sin duda, del cochero. La escena es en extremo grotesca y perturbadora: uno de los rayos se ha abierto paso desde la espalda hacia el abdomen, otro ha hecho lo mismo pero a la altura del corazón; el último (y el que resalta muchísimo la imagen macabra) le ha traspasado el cuello para emerger lleno de sangre por una boca a la cual el impacto le ha volado gran parte de la dentadura. Unos ojos fríos, impávidos, contemplan la lluvia ya teñidos de muerte-. ¡Este tipo ha muerto!- dice el hombre con una capacidad de señalar lo obvio que roza muy de cerca con la estupidez. Se ha girado con expresión alelada en el rostro y ha visto a su mujer (quién sabe cuándo ha bajado por la pendiente) corriendo hacia el vehículo tumbado.
-¡Hey!- exclama la joven con el rostro ya firme hacia el interior del carruaje-. ¡Hay una mujer muerta aquí!-. La preocupación acude a darle tono a esa noticia; esta preocupación ya no es de carácter netamente egoísta (por lo tanto no versa sobre su destino incierto), ésta es mucho más altruista y se va abrazando al llanto de un bebé que brota por debajo del cadáver de la dama del carruaje. Este llanto se funde en su mente con el de su propio niño que espera en la soledad de su hogar; cada hebra de maternidad se apodera de su ser-. ¡Escucho el llanto de un niño! ¡Hay un niño atrapado allí todavía!-. Desesperación. Se vuelve hacia su marido con la vana esperanza de hallar empatía en su mirada, rogando a ese dios depresivo que la ayude a salvar a esa pequeña vida. Sin asombro, sólo encuentra la expresión colérica de un borracho.
-¡¿Niño?!-. Hay furia en esa voz. Dario Brando se ha acuclillado muy cerca de un corpulento hombre que yace a pocos centímetros del vehículo; por su ropa, su perfecto bigote y la posición en la que se encuentra con respecto al carruaje volcado (porque será un borracho idiota, pero no es ni de cerca un borracho idiota que carezca de habilidades como para deducir una trayectoria) no cabe duda de que se trata del dueño del malogrado vehículo-. ¡Olvida al niño! ¡¿Qué pretendes hacer una vez que lo saques de ahí?! ¡Su familia ha muerto! ¡¿Acaso piensas quedarte con él?! ¡Te recuerdo que apenas puedes hacerte cargo de ese llorón que tenemos en casa!-. Como un buitre, Dario Brando se ha dejado caer sobre el hombre del bigote; sus manos lo recorren con avarienta precisión, finalmente sus manos tropiezan con las del hombre, un resplandeciente anillo de oro refulge entre las gotas de lluvia, tiñendo de luz los ávidos ojos de la rata humana-. ¡Bendito sea el diablo que ha intercedido a nuestro favor, metiendo su cola en un día como este!- exclama entre risotadas, sacando ya el anillo de ese dedo inerte. Pronto esos dedos como arañas se apoderan de la billetera del caído.
-¿Qu… qué haces?-. La voz de la muchacha es apenas un susurro trémulo.
-¡Estúpida!-. Un puño se eleva en señal de amenaza; la joven se encoge y se cubre el rostro con las manos-. ¡¿Tengo que explicártelo todo?! ¡La desgracia de un rico es la bendición de un pobre!-. La carcajada casi inhumana que escapa de los labios de Dario Brando retumba sobre el hueco sonido de las gotas sobre el barro.
-Sí- asiente ella con cierta vergüenza, reconociendo que están cayendo más bajo de lo que su precaria moral se lo permite. Pero entonces sus pensamientos vuelven a recaer sobre su niño, sobre la necesidad de librarlo de ese destino de pobreza que parece abrazar toda su existencia. Dicen que de tanto caminar por la oscuridad los ojos terminan acostumbrándose a la penumbra; tal vez el alma humana responda a este mismo principio-. ¡Cierto!-. Su hijo no habrá de pasar miserias-. ¡Eres muy inteligente!-. Si es necesario, es capaz de venderle el alma al mismísimo Lucifer con tal de que su retoño no padezca la humillación que a ella le ha tocado vivir (y después de todo, ¿cuánto puede valer el alma de un pobre?).
-¡Este es nuestro día de suerte!- señala Dario Brando con expresión demencial, tomando entre sus manos una lujosa maleta de aspecto costoso-. ¡Voy a tomarlo todo!
Las enormes manos del carroñero activan los mecanismos que mantienen cerrada la maleta; estos ceden y revelan el contenido. Los ojos del borracho pierden el brillo propio de la expectativa; el ceño se le frunce en una pronunciada decepción.
-¡¿Qué es esto?!- se pregunta, mirando el extraño contenido de la maleta: una horrenda máscara de piedra-. ¡Qué repugnante, nunca he visto una máscara más horripilante que esta!-. Nuevamente hay furia en esa voz-. ¡No la quiero!-. Vuelve a cerrar la maleta y la arroja a unos pocos centímetros con ofuscación; por alguna razón, los vacíos ojos de la máscara le han recordado a ese fuego verdecino con el que lo ha quemado su hijo.
En un brusco movimiento, Dario Brando se abalanza sobre el hombre caído y deposita sus asquerosos dedos sobre los labios protegidos por el elegante bigote.
-¡Hey!- grita, volviéndose hacia su mujer con los ojos inyectados en sangre-. ¡Ayúdame a abrirle la boca! ¡El dentista nos pagará unas buenas monedas por cada pieza!
-Tú…-. La mujer no le presta atención; con nerviosismo su mirada ha captado algo en ese hombre caído. Quizá su mente aún no ha procesado lo que sus ojos han visto (o creen haber visto; a veces las percepciones humanas son de carácter dudoso) en relación a su hallazgo.
-¡¿Qué te pasa, estúpida?!-. El rostro de Dario Brando asume la expresión de un perro rabioso-. ¡Bien sabes que el dentista le dará un buen uso a estos dientes, más porque son dientes de noble!
Lo que sigue es aquello que la mujer había intuido como posible y por alguna razón (deliberada o no, ella misma no lo sabe) había decidido no comentar con su marido. La mano del hombre caído se eleva temblorosa; en un movimiento tan veloz que contradice el temblequeo de esa enorme manaza, la muñeca de Dario Brando queda apresada entre la presión casi desgarradora de unos dedos que él había creído muertos. El rostro del ladrón asume un rictus de horror absoluto. Un alarido casi femenino escapa de esa boca de dientes escasos; logra desasirse de la terrible tenaza, da unos atolondrados pasos en reversa, se tropieza y cae sobre su trasero, allí se queda, sentado, arrebatado en una mezcla de temor y estupidez. Detrás de sí siente un leve roce; su mujer se ha parapetado allí, en busca de refugio; cree oírla sollozar. No sabe bien qué pensar (la situación ciertamente se le ha ido de las manos), por un lado saber que su esposa se refugia en él ante el temor le infunde cierto sentimiento de superioridad (la idea de ser su dueño se subraya en rojo en su mente), por otro, un desprecio absoluto lo domina; ¿qué pretende esa estúpida, acaso una buena esposa no se pondría adelante para defender a su marido? Una vez más piensa en ese niño de ojos diabólicos que ha engendrado; todo se mezcla de manera arbitraria.
-Tú… tú…- repite el hombre del bigote.
-¡Sigue vivo!-. Una vez más, Dario Brando hace una demostración de su perspicacia.
Los ojos del hombre del bigote se clavan en el rostro contraído de Dario Brando; éste cree ver en ellos severidad, pero pronto nota algo, un cambio progresivo e inevitable. Ahora los ojos que lo miran son cálidos y están llenos de algo que el borracho desconoce (o no ha experimentado jamás en su mísera vida), gratitud.
-¿Tú me has… auxiliado?- pregunta el hombre del bigote; hay una exteriorización del dolor físico en el tono de su voz-. Gracias…
Los ojos del borracho giran sobre sus cuencas; por dentro ha comenzado a reírse. No todo está perdido, es más, ahora la ganancia está asegurada. El diablo, piensa, debe quererlo mucho.
-¿Mi esposa?-. Es la voz del caído, tiembla más que antes-. ¿Mi esposa y mi hijo están bien?
-¡Oh, mi buen señor!- finge lamentarse Dario Brando, con toda la zalamería de que un borracho puede disponer. En su mente urde el plan de hacerle creer a ese ricachón de que le debe mucho más que la vida-. ¡Lamento mucho informarle que tanto su esposa como su cochero han muerto, víctimas de este terrible accidente! ¡Pero su hijo aún vive!- señala con falsa algarabía- ¡Yo mismo lo he salvado! ¡¿Verdad que sí?!-. Se dirige a su mujer, esta no emite respuesta alguna; con expresión severa le hace unos gestos como para que se ponga en movimiento-. ¡El niño! ¡El niño, deprisa! ¡Traele a este hombre su niño!
La mujer obedece y hace lo que en un principio su conciencia le había dictado. Apartando el cadáver de la señora noble, logra liberar sin mayores esfuerzos al pequeño niño. Éste está vestido con las más finas telas y, milagrosamente, no presenta daño alguno. Ha dejado de llorar en cuanto se ha visto libre del peso inerte de su madre y ante el contacto de la lluvia con su pequeño rostro, arruga la nariz y arquea la boca de manera quejumbrosa. La muchacha lo sostiene un momento contra su pecho, luego lo aparta (sin saber por qué el contacto con el infante le ha provocado rechazo; en su cabeza se ha desplegado la imagen de su propio hijo, que nunca conocería telas tan finas sobre su cuerpo de pobre); el cuello de la vestimenta del niño se ladea un poco, dejando al descubierto una marca en forma de estrella de cinco puntas en la parte izquierda entre su nuca y el hombro. Esta marca no sorprende a la muchacha en lo más mínimo; es la primera vez que ve la piel desnuda de un noble; en lo que a ella respecta, es muy probable que todos ellos nazcan con esa marca como símbolo de su prosperidad y buena fortuna. La voz de su marido reclamando por el niño le retumba en los oídos; lleva al pequeño ante su padre.
-¿Lo ve, lo ve?- increpa Dario Brando, señalando al niño con su asqueroso dedo índice-. Lo he salvado. ¡Sí, señor!
El hombre del bigote rompe en llanto al ver a su pequeño. Por fin cae en la cuenta de la tragedia que ha significado ese estúpido viaje en carruaje. Por dentro se culpa por lo ocurrido, después de todo, fue él quien había insistido en salir a pesar de las advertencias de su cochero acerca del clima y la peligrosidad de los caminos en días como ese. Esa culpa lo acompañará hasta el día en que su vida habrá de acabar presa de otra tragedia.
-Desearía tomar el lugar de mi esposa- dice en un acceso de debilidad, luego vuelve a ver al niño; es preciso sacar fuerzas de donde no se tiene-. Pero debo seguir viviendo. Por mi hijo, que gracias a Dios se ha salvado-. Ayudado por Dario Brando, se pone de pie, le duele terriblemente el cuerpo, pero siente la necesidad de tomar al niño en brazos, de lo arrebata a la mujer con inconciente brusquedad-. Gracias a usted, mi pequeño Jonathan vive.
-¡Ah, no es nada mi buen señor! Sonríe el borracho-. Es lo que cualquier hombre honrado hubiese hecho en mi lugar, señor, claro que sí.
La palabra “honrado” queda flotando en el aire, quizá como una visible contradicción ante el gesto ejecutado por el ladro, que juega con sus manos, frotándolas, de la misma manera en la que lo hacen todos los de su calaña cuando se disponen a timar a alguien.
-Me gustaría recompensarlo- dice prontamente el hombre rico (los ojos del otro se iluminan con satisfacción), sosteniendo al niño contra su pecho con una sola mano; la que le ha quedado libre ha sido escrutada con la vista, ahora recorre los bolsillos vacíos de un pantalón exquisito, manchado de grueso barro acuoso-, pero parece que me han robado mi anillo y mi billetera.
Dario Brando finge sorpresa y le comenta al hombre lo podrida que está la sociedad en esos días; gracias a los cielos, dice, él no se ha contagiado jamás de esos vicios que hacen a la falta de moral. Sin duda alguna, no es consciente del terrible vaho alcohólico que acompaña a cada una de sus palabras.
-Mi nombre es George, y mi linaje familiar es Joestar- informa el hombre con un dejo de tristeza-. Dígame, por favor, su nombre. He de recompensar su bondad de algún modo.
-Mi nombre es Dario, y mi linaje familiar es… eh… bueno… Brando, sí, Brando, mi buen señor-. Otra falsa sonrisa, esta vez acompañada de una patética reverencia; otro pensamiento referido a la estupidez e ingenuidad de ese tal Joestar.
La mujer contempla todo. En su fuero interno, sabe que algo siniestro ha unido el destino de su hijo con el de ese chico de la marca en forma de estrella…
-El señor Joestar me dio una considerable suma de dinero- agregó Dario Brando tras relatarle a su hijo su propia versión de los hechos, mucho más heroica y noble que la realidad en sí-. Con eso abrí un pequeño hotel, pero el negocio fracasó-. Volvió a toser, un hilillo de baba brilló sobre su barba-. Claro, ¿qué iba a saber de hoteles un pobre bruto como yo? Y además mi esposa, tu madre, falleció al poco tiempo, víctima de una tuberculosis-. El hombre intentó fingir pena por esa muerte, pero a Dio esto no pudo engañarlo. No dijo nada, pero en ese momento le costó más de la cuenta mantener su odio disimulado-. Y ahora aquí estoy, postrado en mi lecho de muerte. ¡Maldita y piojosa vida de pobre que me ha tocado vivir!
Dio pensó que no le costaría nada tomar una almohada, colocarla sobre el rostro de su padre y presionarla hasta acabar con su patética existencia. Pero no valía la pena ensuciarse las manos (aún más) con la sangre de ese animal. Si sus cálculos eran correctos, el viejo partiría hacia el reino de las sombras en cuestión de días.
-¡Dio!-. La voz del anciano cobró una súbita fuerza; cierto dejo de algo similar a la ternura, sin llegar a serlo, tiñó las siguientes palabras. El joven vio que unas inconsistentes lágrimas asomaban por los ojos de su repugnante progenitor-. ¡Si me muero, ve a la residencia Joestar! ¡Tú tienes algo que yo no tengo, una inteligencia capaz de sostener una gran ambición y de materializarla en una gran fortuna!
Dio no respondió nada; sólo esa mirada fría y distante que ahora, ya cercano a su muerte, su padre empezaba a relacionar con aquella que le había dedicado la distante y lluviosa noche en la que los Brando y los Joestar habían cruzado sus caminos para siempre.
El anciano partió dos noches después entre convulsiones y escupitajos sanguinolentos. A Dio no le sorprendió en lo más mínimo descubrir que su progenitor había invertido sus últimos ahorros en una lápida más o menos ostentosa. Claro, el viejo había vivido siempre para sí mismo (quizá estaba siendo un poco injusto, parecía estar ignorando la ropa más o menos elegante que solía regalarle o los libros que, aún detestándolos, le conseguía en los mercados de segunda mano; pero el recuerdo de su madre siendo enterrada en una fosa común se elevó por sobre todo lo demás); ¿qué podía pedirle ahora que la muerte lo había reclamado ya? No asistió al entierro y cuando los policías y abogados lo acosaron con el papelerío pertinente (los primeros no lograron dar con ningún pariente biológico del chico y tuvieron que aceptar aquello que éste les había mostrado en ese sobre como la última voluntad de un “cariñoso y buen padre”; los segundos le presentaron lo que llamaron “heredades”: una bufanda roja, una gabardina, una maleta y un poco de dinero que apenas si alcanzaba para pagar el viaje en tren hacia la residencia Joestar), no mostró emoción alguna; sólo se limitó a responder lo que los demás querían oír. Tres días después del hecho, finalmente visitó el cementerio, se detuvo frente a la lápida que rezaba “Dario Brando. Nacido 1827. Muerto 1880.”; en su rostro resplandecía la misma fría expresión indiferente.
Un helado viento cargado de nostalgias ajenas se desplazaba por el camposanto. Dio, enfundado en la gabardina y con la bufanda roja alrededor del cuello, pensaba en su próximo movimiento. A su lado, la pequeña maleta de cuero marrón esperaba con incertidumbre. Los rubios cabellos del muchacho eran mecidos por ese viento espectral.
“¡Mi madre sufrió el infierno en carne propia por tu culpa!- pensó, mirando esa piedra carente de significado-. ¡Fuiste el peor padre del mundo! ¿Quieres que sea rico? ¡Ja! ¡Yo te enseñaré, maldito viejo! Tu “patrimonio” lo acepto. ¡Explotaré cada oportunidad que se me presente para convertirme en el hombre más poderoso del mundo! ¡Aplastaré a quien sea que se cruce en mi camino! Espero que antes de que tu alma se consuma en el averno puedas ver que la única cosa buena que has hecho en tu asquerosa vida ha sido engendrarme. Seré poderoso, viejo. El más poderoso de todos.”
-¡Maldito!- gritó desde el fondo de su corazón antes de lanzar un espeso escupitajo hacia la lápida de su padre.
Tomó la maleta con la mano derecha y abandonó el cementerio. Sus pies lo llevarían hacia ese lugar donde su ambición estaba destinada a florecer sin control alguno.
(Continuará)
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Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización por escrito de los autores. Copyright © 1987 Hirohiko Araki (historia original, personajes), © 2012, Mauro Insaurralde Micelli (adaptación). TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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Inglaterra, 1880
Desde el interior de una ruinosa cabaña, recostado sobre un desvencijado camastro, un anciano se convulsionaba en un acceso de tos que amenazaba con hacerle vomitar sus propios pulmones. Su calva cabeza rebotaba contra la almohada como un triste péndulo en posición vertical. Por sobre la arrugada piel de la frente se derramaban sin el menor disimulo unos espesos y brillantes hilillos de transpiración que descendían por unos pómulos redondeados hasta mojar una barba blanca y mal recortada. Por momentos el anciano intentaba ponerse en pie con un patetismo que recordaba a esas moscas atrapadas en frascos que se empecinan en seguir volando sin cesar en busca de una salida imposible hasta morir estrelladas contra un horizonte de cristal, en pleno vuelo.
-¡Dio!- gritó el anciano con una voz ronca, mientras podía hacerlo, antes de que un nuevo acceso de tos le arrebatara la garganta. Abría la boca enormemente, revelando su poco poblada dentadura amarillenta.-. ¿Puedes oírme?
Otro ataque de tos, esta vez más violento aún que los anteriores. El anciano se dobló sobre su propio pecho, arrugando con el puño contraído la parte de su camisa que reposaba a la altura del corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas, éstas se confundieron con el sudor en una sola mezcla de temor y resignación.
-Dio…- alcanzó a susurrar mientras estiraba una mano enfermiza, temblorosa y llena de pústulas hacia algún lugar de la habitación-. ¡Ven aquí!-. Más de esa tos espantosa-. ¿Me oyes, Dio…?
En la trayectoria de esa mano moribunda, frente a la ventana frontal de la cenicienta vivienda, se hallaba un sillón antiguo, dándole la espalda a las súplicas del anciano. Sobre el asiento reposaba un adolescente de trece años de extrema belleza, vestido con una camisa blanca, unos pantalones color caqui con tiradores negros y unos zapatos de cuero de un marrón oscuro. En su mano derecha sostenía un grueso volumen de la novela Gorgeous Irene a la cual sus verdes ojos como esmeraldas llameantes le prestaban toda su atención, sin siquiera reparar en el anciano moribundo a sus espaldas. La luz de la luna que se filtraba por la ventana le confería un brillo especial a sus dorados cabellos y a la palidez delicada de su piel.
-Dio- volvió a llamar el anciano en un hilillo de voz que no tardó en truncarse por intervención de la tos.
El muchacho cerró violentamente el libro; un suspiro largo y cansino dejó al descubierto que cualquier intento de ignorar a ese vejestorio molesto se había vuelto inútil. Cerró los ojos, pensó en algo lejano, los volvió a abrir y, aún con el libro en la mano, se dirigió hacia la cama donde el viejo temblaba de dolor.
-¿Necesitas medicina, viejo?-. La voz salió acompañada de un dejo profundo de hastío; en el pasado había sabido disimular el desprecio que esa cosa antigua y decrépita que alguna vez supo ser un hombre le provocaba, pero la falsa misericordia y la piedad barata se habían ido esfumando casi juntamente con la salud del anciano.
-No… medicina no…-. Los ojos del anciano giraron sobre sus cuencas con visibles señales de terror; había algo en la palabra “medicina”, una suerte de significado oculto demasiado espantoso hasta como para pensarlo, que lo ponía visiblemente incómodo-. Dio… tengo que…-. Tos, espantosa, dolorosa, inclemente-. Tengo que decirte algo. No me queda mucho tiempo…-. Detrás de la tragedia que encerraba este enunciado, el anciano dejó traslucir un débil destello de alivio, para bien o para mal, todo acabaría en cuestión de tiempo. Y ese tiempo en cuestión parecía ser más breve de lo pensado-. Me estoy muriendo.
Nada. No hubo ni el menor cambio en el rostro del muchacho. Sí, sabía que esa masa de carne débil y convulsa sobre la cama se estaba muriendo. Sí, sabía que el moribundo no era otro que su padre. Pero por sobre esas dos cosas, sabía algo más: odiaba a ese vejestorio casi tanto como a su pobreza. Anciano estúpido… ¿Qué le importaba a él su patético final?
.Me preocupa tu futuro tras mi muerte- dijo el padre, sacando una mano enferma que había permanecido oculta bajo las sábanas; en ella sostenía un arrugado sobre de aspecto malogrado. Un ligero atisbo de curiosidad azotó el rostro del joven, pero en menos de un segundo volvió a asumir esa expresión de apatía absoluta-. Dio, cuando muera, ve a la dirección que figura en este sobre-. Tos, horrenda tos-. Búscalo, Dio, busca al hombre de…-. Una tos que parecía desgarrarle la garganta con cuchillos de barbero; por momentos era como si el tiempo se detuviera y esos cuchillos quedaran suspendidos en el éter, para que luego la corriente temporal volviera a fluir normalmente y esos cuchillos se incrustaran de manera perversa sobre el anciano (y todo esto, creía, no duraba más de cinco segundos y luego se repetía)-. Búscalo, él… está en deuda conmigo. Él se encargará de ti por el resto de tu vida…
Nada. Aunque era tentador indagar en los delirios del viejo, Dio prefirió seguir así, sin demostrar absolutamente nada.
-¡Me debe mucho!- exclamó el anciano, casi furioso-. Fue en un día muy lluvioso de 1868, hace doce años…
Y entre la carraspera y el dolor, el anciano evocó los recuerdos de ese pasado…
El estrepitoso sonido de algo cayendo por la pendiente hace saltar a Dario Brando hasta el punto de casi perder el sombrero. Ha estado bebiendo y apesta a alcohol, pero aún así sus oídos están lo suficientemente alerta como para percibir el estruendo por sobre el rumor elemental de la lluvia. A su lado, la joven y hermosa mujer que fuera vendida por sus padres para convertirse en la esposa de este despreciable hombre casi desdentado intenta hacer callar al bebé que han engendrado, el bebé que ella ha llamado Dio, que llora desconsoladamente en brazos de su desdichada madre.
-¡Hazlo callar!- grita Dario Brando. Como el niño no muestra intención de refrenar sus lágrimas, el hombre se levanta de su asiento con paso errático, tambaleándose un poco y le da un sonoro bofetón a la joven mujer. Ésta no llora, ha dejado de hacerlo hace mucho tiempo, más o menos en el preciso instante en que aceptó que ya no había adónde escapar; estaba atada de por vida a ese monstruo, centavo por centavo era suya, entonces, ¿para qué derramar lágrimas si carecían de valor alguno? No, no llorará. Se quedará allí, mirándolo con ojos vacíos, sintiendo cómo la piel de su mejilla se va hinchando al tiempo que va tomando temperatura-. ¡Haz callar a ese mocoso!
Dario Brando amenaza con golpear al niño; éste deja de llorar súbitamente y abre los ojos, dos pequeñas esmeraldas se clavan con frialdad sobre el rostro de su progenitor. Tal vez sea producto del alcohol en su organismo, o algo más primitivo y siniestro… Dario Brando ve en esa mirada el desprecio infinito de un monstruo dispuesto a matarlo sin el menor rastro de piedad. Retrocede unos pasos, menea la cabeza e intenta convencerse de que todo está en su mente. Farfulla algo, les da la espalda a esos extraños que conforman su familia.
-Voy a investigar qué fue ese ruido- dice, con una fingida voz de autoridad-. Deja a ese llorón ahí y vente conmigo.
Ella besa la frente delicada del niño, éste le regala una inocente sonrisa, quizá una de las pocas sonrisas auténticas que Dio Brando tendrá en toda su vida. Cuando la madre se aleja, el niño vuelve a romper en llanto. A ella se le parte el corazón, pero no se vuelve siquiera a mirarlo. Debe acompañar a su dueño, su vida está atada a ese ser despreciable al que llama “esposo”.
Cuando la muchacha logra divisar a su marido, éste se encuentra mirando hacia el fondo del precipicio con una atolondrada expresión similar a la de un niño retrasado que juega con un ave moribunda. La joven se reúne con él y acompaña con la mirada hacia el lugar que ocupa su atención. Una inmensa “O” se dibuja en el rostro de la mujer, lo que ve le devuelve algo a su semblante hasta ese entonces carente de emociones: la capacidad de asombro.
Tumbado al fondo de la pendiente se puede ver un majestuoso carruaje; el camino ha cedido por la lluvia y el vehículo descansa de manera antinatural con su lado izquierdo al aire, recibiendo sin posibilidad de escape el relamido perverso de la fría lluvia.
-¡Mira, mujer, mira!- grita entre carcajadas el borracho; le brillan los ojos de una manera siniestra-. ¡Un accidente!
Lo que sigue a continuación hace crecer la “O” en el rostro de la muchacha hasta casi desencajarle la mandíbula. Está mirando a su esposo (quizá por primera vez en mucho tiempo, pues desde que ha aprendido a ignorarlo, ni siquiera le ha dedicado una mirada en los escasos momentos de intimidad amatoria- ese remedo patético de coito con olor a alcohol y lapsos de frustración sexual que acababan siempre en insultos y golpes-); éste está bajando por la pendiente con una agilidad nunca antes vista en un borracho.
-¡Hey, es peligroso! ¡No te metas en esto!-. Cuando las palabras brotan de su boca, se sorprende. No puede creer que esté demostrando interés por ese hombre al que no ama. Pero, ¿es este interés alimentado por algún resabio de afecto o responde a algo más? Y sí, seguramente exista algún motivo mucho más profundo. Quizá sea el miedo a quedarse sola con un niño en un mundo incierto; después de todo, ese hombre, aunque repugnante, constituye su única fuente de ingresos (en su mente se lamenta haber nacido pobre, de no haber tenido la oportunidad de estudiar, de estar atrapada en un espiral de miserias); no ha conocido a otro hombre además del suyo, quién sabe si los demás no resultaran ser peores. Piensa en el niño que ha de estar llorando en su cuna andrajosa; una punzada oprime su corazón, vuelve a centrar la mirada en ese hombre del cual depende todo su futuro.
-¡Idiota!- exclama Dario Brando, igual de sorprendido ante el súbito interés demostrado por su esposa hacia su persona- ¡Es el carruaje de una familia rica! ¡Algo habrá para nuestro provecho en esas ruinas!
“Nuestro provecho” retumba en la cabeza de la mujer, recalcándole que tanto ella como su pequeño hijo dependen de ese hombre que ahora la ignora desde el fondo de la pendiente; esa especie de rata humana que escarba entre los restos de un naufragio en pleno barro, bajo las lágrimas de quién sabe qué dios ancestral y depresivo.
-¡Por los mil infiernos!-. Los ojos de Dario Brando intentan abrirse lo más posible como para abarcar en su totalidad aquello tan sorprendente que están viendo. Entre los rayos resquebrajados y filosos de una de las inmensas ruedas que se han desprendido del carruaje se encuentra ensartado el cuerpo de un hombre joven vestido a la usanza de los empleados de las familias ricas. Se trata, sin duda, del cochero. La escena es en extremo grotesca y perturbadora: uno de los rayos se ha abierto paso desde la espalda hacia el abdomen, otro ha hecho lo mismo pero a la altura del corazón; el último (y el que resalta muchísimo la imagen macabra) le ha traspasado el cuello para emerger lleno de sangre por una boca a la cual el impacto le ha volado gran parte de la dentadura. Unos ojos fríos, impávidos, contemplan la lluvia ya teñidos de muerte-. ¡Este tipo ha muerto!- dice el hombre con una capacidad de señalar lo obvio que roza muy de cerca con la estupidez. Se ha girado con expresión alelada en el rostro y ha visto a su mujer (quién sabe cuándo ha bajado por la pendiente) corriendo hacia el vehículo tumbado.
-¡Hey!- exclama la joven con el rostro ya firme hacia el interior del carruaje-. ¡Hay una mujer muerta aquí!-. La preocupación acude a darle tono a esa noticia; esta preocupación ya no es de carácter netamente egoísta (por lo tanto no versa sobre su destino incierto), ésta es mucho más altruista y se va abrazando al llanto de un bebé que brota por debajo del cadáver de la dama del carruaje. Este llanto se funde en su mente con el de su propio niño que espera en la soledad de su hogar; cada hebra de maternidad se apodera de su ser-. ¡Escucho el llanto de un niño! ¡Hay un niño atrapado allí todavía!-. Desesperación. Se vuelve hacia su marido con la vana esperanza de hallar empatía en su mirada, rogando a ese dios depresivo que la ayude a salvar a esa pequeña vida. Sin asombro, sólo encuentra la expresión colérica de un borracho.
-¡¿Niño?!-. Hay furia en esa voz. Dario Brando se ha acuclillado muy cerca de un corpulento hombre que yace a pocos centímetros del vehículo; por su ropa, su perfecto bigote y la posición en la que se encuentra con respecto al carruaje volcado (porque será un borracho idiota, pero no es ni de cerca un borracho idiota que carezca de habilidades como para deducir una trayectoria) no cabe duda de que se trata del dueño del malogrado vehículo-. ¡Olvida al niño! ¡¿Qué pretendes hacer una vez que lo saques de ahí?! ¡Su familia ha muerto! ¡¿Acaso piensas quedarte con él?! ¡Te recuerdo que apenas puedes hacerte cargo de ese llorón que tenemos en casa!-. Como un buitre, Dario Brando se ha dejado caer sobre el hombre del bigote; sus manos lo recorren con avarienta precisión, finalmente sus manos tropiezan con las del hombre, un resplandeciente anillo de oro refulge entre las gotas de lluvia, tiñendo de luz los ávidos ojos de la rata humana-. ¡Bendito sea el diablo que ha intercedido a nuestro favor, metiendo su cola en un día como este!- exclama entre risotadas, sacando ya el anillo de ese dedo inerte. Pronto esos dedos como arañas se apoderan de la billetera del caído.
-¿Qu… qué haces?-. La voz de la muchacha es apenas un susurro trémulo.
-¡Estúpida!-. Un puño se eleva en señal de amenaza; la joven se encoge y se cubre el rostro con las manos-. ¡¿Tengo que explicártelo todo?! ¡La desgracia de un rico es la bendición de un pobre!-. La carcajada casi inhumana que escapa de los labios de Dario Brando retumba sobre el hueco sonido de las gotas sobre el barro.
-Sí- asiente ella con cierta vergüenza, reconociendo que están cayendo más bajo de lo que su precaria moral se lo permite. Pero entonces sus pensamientos vuelven a recaer sobre su niño, sobre la necesidad de librarlo de ese destino de pobreza que parece abrazar toda su existencia. Dicen que de tanto caminar por la oscuridad los ojos terminan acostumbrándose a la penumbra; tal vez el alma humana responda a este mismo principio-. ¡Cierto!-. Su hijo no habrá de pasar miserias-. ¡Eres muy inteligente!-. Si es necesario, es capaz de venderle el alma al mismísimo Lucifer con tal de que su retoño no padezca la humillación que a ella le ha tocado vivir (y después de todo, ¿cuánto puede valer el alma de un pobre?).
-¡Este es nuestro día de suerte!- señala Dario Brando con expresión demencial, tomando entre sus manos una lujosa maleta de aspecto costoso-. ¡Voy a tomarlo todo!
Las enormes manos del carroñero activan los mecanismos que mantienen cerrada la maleta; estos ceden y revelan el contenido. Los ojos del borracho pierden el brillo propio de la expectativa; el ceño se le frunce en una pronunciada decepción.
-¡¿Qué es esto?!- se pregunta, mirando el extraño contenido de la maleta: una horrenda máscara de piedra-. ¡Qué repugnante, nunca he visto una máscara más horripilante que esta!-. Nuevamente hay furia en esa voz-. ¡No la quiero!-. Vuelve a cerrar la maleta y la arroja a unos pocos centímetros con ofuscación; por alguna razón, los vacíos ojos de la máscara le han recordado a ese fuego verdecino con el que lo ha quemado su hijo.
En un brusco movimiento, Dario Brando se abalanza sobre el hombre caído y deposita sus asquerosos dedos sobre los labios protegidos por el elegante bigote.
-¡Hey!- grita, volviéndose hacia su mujer con los ojos inyectados en sangre-. ¡Ayúdame a abrirle la boca! ¡El dentista nos pagará unas buenas monedas por cada pieza!
-Tú…-. La mujer no le presta atención; con nerviosismo su mirada ha captado algo en ese hombre caído. Quizá su mente aún no ha procesado lo que sus ojos han visto (o creen haber visto; a veces las percepciones humanas son de carácter dudoso) en relación a su hallazgo.
-¡¿Qué te pasa, estúpida?!-. El rostro de Dario Brando asume la expresión de un perro rabioso-. ¡Bien sabes que el dentista le dará un buen uso a estos dientes, más porque son dientes de noble!
Lo que sigue es aquello que la mujer había intuido como posible y por alguna razón (deliberada o no, ella misma no lo sabe) había decidido no comentar con su marido. La mano del hombre caído se eleva temblorosa; en un movimiento tan veloz que contradice el temblequeo de esa enorme manaza, la muñeca de Dario Brando queda apresada entre la presión casi desgarradora de unos dedos que él había creído muertos. El rostro del ladrón asume un rictus de horror absoluto. Un alarido casi femenino escapa de esa boca de dientes escasos; logra desasirse de la terrible tenaza, da unos atolondrados pasos en reversa, se tropieza y cae sobre su trasero, allí se queda, sentado, arrebatado en una mezcla de temor y estupidez. Detrás de sí siente un leve roce; su mujer se ha parapetado allí, en busca de refugio; cree oírla sollozar. No sabe bien qué pensar (la situación ciertamente se le ha ido de las manos), por un lado saber que su esposa se refugia en él ante el temor le infunde cierto sentimiento de superioridad (la idea de ser su dueño se subraya en rojo en su mente), por otro, un desprecio absoluto lo domina; ¿qué pretende esa estúpida, acaso una buena esposa no se pondría adelante para defender a su marido? Una vez más piensa en ese niño de ojos diabólicos que ha engendrado; todo se mezcla de manera arbitraria.
-Tú… tú…- repite el hombre del bigote.
-¡Sigue vivo!-. Una vez más, Dario Brando hace una demostración de su perspicacia.
Los ojos del hombre del bigote se clavan en el rostro contraído de Dario Brando; éste cree ver en ellos severidad, pero pronto nota algo, un cambio progresivo e inevitable. Ahora los ojos que lo miran son cálidos y están llenos de algo que el borracho desconoce (o no ha experimentado jamás en su mísera vida), gratitud.
-¿Tú me has… auxiliado?- pregunta el hombre del bigote; hay una exteriorización del dolor físico en el tono de su voz-. Gracias…
Los ojos del borracho giran sobre sus cuencas; por dentro ha comenzado a reírse. No todo está perdido, es más, ahora la ganancia está asegurada. El diablo, piensa, debe quererlo mucho.
-¿Mi esposa?-. Es la voz del caído, tiembla más que antes-. ¿Mi esposa y mi hijo están bien?
-¡Oh, mi buen señor!- finge lamentarse Dario Brando, con toda la zalamería de que un borracho puede disponer. En su mente urde el plan de hacerle creer a ese ricachón de que le debe mucho más que la vida-. ¡Lamento mucho informarle que tanto su esposa como su cochero han muerto, víctimas de este terrible accidente! ¡Pero su hijo aún vive!- señala con falsa algarabía- ¡Yo mismo lo he salvado! ¡¿Verdad que sí?!-. Se dirige a su mujer, esta no emite respuesta alguna; con expresión severa le hace unos gestos como para que se ponga en movimiento-. ¡El niño! ¡El niño, deprisa! ¡Traele a este hombre su niño!
La mujer obedece y hace lo que en un principio su conciencia le había dictado. Apartando el cadáver de la señora noble, logra liberar sin mayores esfuerzos al pequeño niño. Éste está vestido con las más finas telas y, milagrosamente, no presenta daño alguno. Ha dejado de llorar en cuanto se ha visto libre del peso inerte de su madre y ante el contacto de la lluvia con su pequeño rostro, arruga la nariz y arquea la boca de manera quejumbrosa. La muchacha lo sostiene un momento contra su pecho, luego lo aparta (sin saber por qué el contacto con el infante le ha provocado rechazo; en su cabeza se ha desplegado la imagen de su propio hijo, que nunca conocería telas tan finas sobre su cuerpo de pobre); el cuello de la vestimenta del niño se ladea un poco, dejando al descubierto una marca en forma de estrella de cinco puntas en la parte izquierda entre su nuca y el hombro. Esta marca no sorprende a la muchacha en lo más mínimo; es la primera vez que ve la piel desnuda de un noble; en lo que a ella respecta, es muy probable que todos ellos nazcan con esa marca como símbolo de su prosperidad y buena fortuna. La voz de su marido reclamando por el niño le retumba en los oídos; lleva al pequeño ante su padre.
-¿Lo ve, lo ve?- increpa Dario Brando, señalando al niño con su asqueroso dedo índice-. Lo he salvado. ¡Sí, señor!
El hombre del bigote rompe en llanto al ver a su pequeño. Por fin cae en la cuenta de la tragedia que ha significado ese estúpido viaje en carruaje. Por dentro se culpa por lo ocurrido, después de todo, fue él quien había insistido en salir a pesar de las advertencias de su cochero acerca del clima y la peligrosidad de los caminos en días como ese. Esa culpa lo acompañará hasta el día en que su vida habrá de acabar presa de otra tragedia.
-Desearía tomar el lugar de mi esposa- dice en un acceso de debilidad, luego vuelve a ver al niño; es preciso sacar fuerzas de donde no se tiene-. Pero debo seguir viviendo. Por mi hijo, que gracias a Dios se ha salvado-. Ayudado por Dario Brando, se pone de pie, le duele terriblemente el cuerpo, pero siente la necesidad de tomar al niño en brazos, de lo arrebata a la mujer con inconciente brusquedad-. Gracias a usted, mi pequeño Jonathan vive.
-¡Ah, no es nada mi buen señor! Sonríe el borracho-. Es lo que cualquier hombre honrado hubiese hecho en mi lugar, señor, claro que sí.
La palabra “honrado” queda flotando en el aire, quizá como una visible contradicción ante el gesto ejecutado por el ladro, que juega con sus manos, frotándolas, de la misma manera en la que lo hacen todos los de su calaña cuando se disponen a timar a alguien.
-Me gustaría recompensarlo- dice prontamente el hombre rico (los ojos del otro se iluminan con satisfacción), sosteniendo al niño contra su pecho con una sola mano; la que le ha quedado libre ha sido escrutada con la vista, ahora recorre los bolsillos vacíos de un pantalón exquisito, manchado de grueso barro acuoso-, pero parece que me han robado mi anillo y mi billetera.
Dario Brando finge sorpresa y le comenta al hombre lo podrida que está la sociedad en esos días; gracias a los cielos, dice, él no se ha contagiado jamás de esos vicios que hacen a la falta de moral. Sin duda alguna, no es consciente del terrible vaho alcohólico que acompaña a cada una de sus palabras.
-Mi nombre es George, y mi linaje familiar es Joestar- informa el hombre con un dejo de tristeza-. Dígame, por favor, su nombre. He de recompensar su bondad de algún modo.
-Mi nombre es Dario, y mi linaje familiar es… eh… bueno… Brando, sí, Brando, mi buen señor-. Otra falsa sonrisa, esta vez acompañada de una patética reverencia; otro pensamiento referido a la estupidez e ingenuidad de ese tal Joestar.
La mujer contempla todo. En su fuero interno, sabe que algo siniestro ha unido el destino de su hijo con el de ese chico de la marca en forma de estrella…
-El señor Joestar me dio una considerable suma de dinero- agregó Dario Brando tras relatarle a su hijo su propia versión de los hechos, mucho más heroica y noble que la realidad en sí-. Con eso abrí un pequeño hotel, pero el negocio fracasó-. Volvió a toser, un hilillo de baba brilló sobre su barba-. Claro, ¿qué iba a saber de hoteles un pobre bruto como yo? Y además mi esposa, tu madre, falleció al poco tiempo, víctima de una tuberculosis-. El hombre intentó fingir pena por esa muerte, pero a Dio esto no pudo engañarlo. No dijo nada, pero en ese momento le costó más de la cuenta mantener su odio disimulado-. Y ahora aquí estoy, postrado en mi lecho de muerte. ¡Maldita y piojosa vida de pobre que me ha tocado vivir!
Dio pensó que no le costaría nada tomar una almohada, colocarla sobre el rostro de su padre y presionarla hasta acabar con su patética existencia. Pero no valía la pena ensuciarse las manos (aún más) con la sangre de ese animal. Si sus cálculos eran correctos, el viejo partiría hacia el reino de las sombras en cuestión de días.
-¡Dio!-. La voz del anciano cobró una súbita fuerza; cierto dejo de algo similar a la ternura, sin llegar a serlo, tiñó las siguientes palabras. El joven vio que unas inconsistentes lágrimas asomaban por los ojos de su repugnante progenitor-. ¡Si me muero, ve a la residencia Joestar! ¡Tú tienes algo que yo no tengo, una inteligencia capaz de sostener una gran ambición y de materializarla en una gran fortuna!
Dio no respondió nada; sólo esa mirada fría y distante que ahora, ya cercano a su muerte, su padre empezaba a relacionar con aquella que le había dedicado la distante y lluviosa noche en la que los Brando y los Joestar habían cruzado sus caminos para siempre.
El anciano partió dos noches después entre convulsiones y escupitajos sanguinolentos. A Dio no le sorprendió en lo más mínimo descubrir que su progenitor había invertido sus últimos ahorros en una lápida más o menos ostentosa. Claro, el viejo había vivido siempre para sí mismo (quizá estaba siendo un poco injusto, parecía estar ignorando la ropa más o menos elegante que solía regalarle o los libros que, aún detestándolos, le conseguía en los mercados de segunda mano; pero el recuerdo de su madre siendo enterrada en una fosa común se elevó por sobre todo lo demás); ¿qué podía pedirle ahora que la muerte lo había reclamado ya? No asistió al entierro y cuando los policías y abogados lo acosaron con el papelerío pertinente (los primeros no lograron dar con ningún pariente biológico del chico y tuvieron que aceptar aquello que éste les había mostrado en ese sobre como la última voluntad de un “cariñoso y buen padre”; los segundos le presentaron lo que llamaron “heredades”: una bufanda roja, una gabardina, una maleta y un poco de dinero que apenas si alcanzaba para pagar el viaje en tren hacia la residencia Joestar), no mostró emoción alguna; sólo se limitó a responder lo que los demás querían oír. Tres días después del hecho, finalmente visitó el cementerio, se detuvo frente a la lápida que rezaba “Dario Brando. Nacido 1827. Muerto 1880.”; en su rostro resplandecía la misma fría expresión indiferente.
Un helado viento cargado de nostalgias ajenas se desplazaba por el camposanto. Dio, enfundado en la gabardina y con la bufanda roja alrededor del cuello, pensaba en su próximo movimiento. A su lado, la pequeña maleta de cuero marrón esperaba con incertidumbre. Los rubios cabellos del muchacho eran mecidos por ese viento espectral.
“¡Mi madre sufrió el infierno en carne propia por tu culpa!- pensó, mirando esa piedra carente de significado-. ¡Fuiste el peor padre del mundo! ¿Quieres que sea rico? ¡Ja! ¡Yo te enseñaré, maldito viejo! Tu “patrimonio” lo acepto. ¡Explotaré cada oportunidad que se me presente para convertirme en el hombre más poderoso del mundo! ¡Aplastaré a quien sea que se cruce en mi camino! Espero que antes de que tu alma se consuma en el averno puedas ver que la única cosa buena que has hecho en tu asquerosa vida ha sido engendrarme. Seré poderoso, viejo. El más poderoso de todos.”
-¡Maldito!- gritó desde el fondo de su corazón antes de lanzar un espeso escupitajo hacia la lápida de su padre.
Tomó la maleta con la mano derecha y abandonó el cementerio. Sus pies lo llevarían hacia ese lugar donde su ambición estaba destinada a florecer sin control alguno.
(Continuará)
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